Epifanía de Eduardo Mata
Conocí a Eduardo Mata el sábado 28 de enero de 1967. Era entonces un joven maestro de 24 años y tenía poco tiempo al frente de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Nacional Autónoma de México, nombre que él habría de modificar por el de Filarmónica (OFUNAM).
Ese día se realizó el primer concierto del Festival Bach, organizado en la Biblioteca Nacional (antiguo templo de San Agustín, en el corazón de la metrópoli), ciclo que habría de ofrecerse durante seis sábados consecutivos, para concluir el 4 de marzo de aquel año preolímpico.
Esos conciertos dejarían una huella tan profunda que fueron el primer paso en la formación de una generación de amantes de la música; el comienzo de la efervescencia que habría de culminar con la edificación de la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl, permanentemente concurrida por un público juvenil y entusiasta que sería la envidia de muchas orquestas del mundo.
Antes de que terminara el concierto inaugural de aquel ciclo, este cronista y seguramente gran parte del auditorio, habíamos llegado a la conclusión de que estábamos presenciando la epifanía, la aparición en nuestros cielos de un astro deslumbrante.
Esta revelación fue particularmente significativa, puesto que los melófilos de mi generación habíamos sido testigos de la actuación de una pléyade de directores de orquesta tales como Sergiu Celibidache, Leonard Bernstein, Erich Kleiber, George Solti, Clemens Krauss, Julián Carrillo y Carlos Chávez, entre otros. Neófitos no éramos.
Eduardo Mata dirigió en aquella ocasión inolvidable estas obras del Cantor de Santo Tomás de Leipzig:
Concierto de Brandenburgo número 1, en fa mayor
Cantata número 51 para el decimoquinto domingo después de la Trinidad, denominada Cantad a Dios en todas las tierras
Magnificat, para solistas, coro y orquesta
Si se me permite hacer mías las palabras del Nocturno a mi madre, de Carlos Pellicer, diría que cuando Eduardo Mata dirigió el Magnificat de Bach, “verdaderamente glorificó mi alma al Señor y mi espíritu se llenó de gozo para siempre jamás”.
Conservo dos recuerdos del último programa del festival con particular cariño. El primero de ellos, la presencia de Carlos Chávez, en la primera fila, al borde del asiento, escuchando embelesado a su discípulo predilecto en el Concierto de Brandenburgo número 3. Años después, me di cuenta de que la actitud del viejo maestro era la del más orgulloso de los padres ante las proezas del hijo en que cifró sus esperanzas.
El segundo recuerdo es la emoción de una mujer que lloraba conmovida como no he vuelto a ver, cuando solistas, el Coro de la Escuela Nacional de Música y la Orquesta de la Universidad interpretaron la Cantata número 38, para el vigésimo primer domingo después de Trinidad, Clamo a ti desde lo profundo de mi pena.
Esta muestra extrema de la emoción colectiva provocada por la música de Bach interpretada por Mata dio al cronista la medida del talento del maestro que habría de discernir, decenios después, la diferencia entre un director competente y uno incompetente: “Un buen director conmueve al espectador; lo demás es polvo y paja”.
Cómo nos conmovió a lo largo de los años, particularmente en aquel entrañable Ciclo Mahler de 1975 con la Orquesta Sinfónica Nacional. Quien oyó su Octava –digámoslo con un eco de Amado Nervo– no la pudo ya jamás olvidar.
Cómo nos conmovemos cada vez que escuchamos las grabaciones que han enriquecido nuestra vida, en especial las sinfonías de Chávez, la obra de Revueltas y ese portento llamado Cantata criolla “Florentino, el que cantó con el diablo”, de Antonio Estévez, en la que el maestro dirigió a solistas, coro e instrumentistas de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, de Venezuela.
Vi a Eduardo Mata por última vez el domingo 22 de mayo de 1994, durante una comida ofrecida en su honor en casa de Benjamín Backal, también ya fallecido.
En ella se habló de innumerables proyectos de suma importancia para la difusión de la música. ¡Cuánto tenía que darnos todavía!
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Como un mínimo homenaje al gran músico mexicano en el aniversario 26 de su trágica muerte, reproduzco este texto de mi libro Allegro Molto. Sesenta años de anécdotas, editado por Luzam, Cuernavaca, Morelos, en 2010.