Así nació el Corrido de Milpa Alta
Por Juana Reyes
Mis ojos de viajera de 11 años contemplan, entre la bruma de polvo del camino de terracería, las siluetas gigantes coronadas de nieve del guerrero Popocatépetl y la doncella Iztaccíhuatl. Puedo verlos no sólo a través del poema de José Santos Chocano, El idilio de los volcanes, aprendido en la escuela. “Existen”, me digo. Conforme avanza el autobús mis ojos se solazan al descubrir las faldas verdeantes del Teuhtli, el cerro vigía de los momoxcas, antepasados de los milpaltenses.
Por fin, arribo al antiguo Malacachtepec Momoxco, La Milpa, otro nombre que le dieron los conquistadores, productora de cosechas de temporal, tierra de nahuales y brujos, de muertos que persiguen a los vivos y curanderos que los ahuyentan con incienso y copal hacia el mundo de la oscuridad. Lugar de leyendas y tradición oral inolvidables.
Apenas he llegado y ya el pueblo me hizo una señal de bienvenida. Las personas me miran como lo que soy: una desconocida. Tiempo después, por aquello de que los adultos deben enseñar a los niños a ser obedientes y comedidos, voy a comprar tortillas a la tortillería que se encuentra frente a la iglesia. Caminar es un deleite, mis pies pequeños se hunden entre los huecos de las calles empedradas donde a duras penas sólo dos vehículos pueden transitar. Las vetustas edificaciones parecen platicar en susurros: “la hija pródiga regresa de su largo viaje.”
Descubro la belleza milpaltense día a día, paso a paso. Las viviendas de piedras sobrepuestas reforzadas con adobe. Las casonas porfirianas, testigos de historias y tragedias revolucionarias. Las mujeres ¡¿ancianas vestidas con el garbo indígena del faldón de lana negra sostenido en la cintura con la faja de colores vivos --el chincuete--, la blusa de popelina blanca bordada y el rebozo inseparable.
Cuando empiezo a reconocer la algarabía de los juegos mecánicos en las fiestas de algún barrio, me escabullo en la primera distracción de mi madre y me encamino a las iglesias de los barrios más cercanos. Formada entre los fieles llego hasta el altar, donde las santas patronas, la virgen de Los Ángeles, la de Santa Marta y la Purísima Concepción esperan a sus hijos para bendecirlos otro año más. También tengo permiso –que no dinero-- para pasearme entre los juegos de la fiesta grande, la del 15 de agosto, día de la virgen de La Asunción, fiesta de zaguanes y puertas abiertas, de mole, arroz y nopales.
Fiesta para mis ojos y mis oídos porque ahí, en la explanada, en el kiosco, una banda de música de viento deja escapar sus acordes de valses, pasos dobles y corridos. Al terminar su tiempo, al instante retumba el sonido de los platillos en el templete situado al frente, donde se acomoda la otra banda de música. Los admirados escuchas volvemos la cabeza y luego, como en una escena del flautista de Hamelin, nos dirigimos hacia donde nos llevan las notas de Poeta y campesino. Media hora de concierto no es nada, por eso, no bien ha terminado esta banda, en un duelo de saberes y talentos, Poeta y campesino nos sigue deleitando, con la otra banda, por supuesto. Ah, fiesta del 15 de agosto, fiesta de mi niñez y adolescencia.
La Semana Santa es la temporada que ama mi madre. Yo la disfruto, a pesar del recorrido doloroso de las tres caídas, por la comilona que prepara, como le han enseñado las mujeres del Momoxco: nopales en escabeche, romeritos y huevos en rabo de mestiza. Para amortiguar, mi pena luego de acompañar la sufriente pasión de Cristo, regreso a casa, sedienta, para beber abundante agua de tamarindo o de jamaica.
Tiempo más tarde, ya más crecida, con la misma sorpresa de mis 12 años, la historia apasionante del pueblo que ya considero mío se me va develando. Escucho a los hombres y mujeres de letras --profesores, pintores, escritores-- hablar de sus héroes, de su tierra. Fijo mi atención en las canciones que algunos imberbes le dedican a las musas milpaltenses; una que otra loa al terruño. Y nada más.
La idea comienza a germinar en mi cabeza al indagar con más profundidad sobre la historia apasionante de este suelo, allá por 1998: “Milpa Alta necesita un corrido. Sí, ¿por qué no? Nadie ha escrito alguno, que yo sepa. Nadie recuerda en un corrido al gran Atila del sur, a los valientes milpaltenses que siguieron al hombre que soñaba con la Tierra y Libertad para los campesinos. Los hombres y mujeres que pueblan esta tierra merecen un reconocimiento”.
Meses y años se eslabonan. Un día del 2017, el azar me conduce por largos viajes en metro y otros transportes. Así, sobre las rodillas, comienzo a dejar en un papel lo que siente mi corazón hacia esta tierra que me acogió de niña.
Escribir los dos primeros versos no es complicado, es tan fácil como recordar a don Vicente T. Mendoza y su selección de inicios de corridos. El mío tendría que aparecer entre los de elogios de ciudades. Estaba decidida a copiar. Lo iniciaría con un llamado a escucharme:
Hagan aprecio, señores,
que orita voy a cantar…
Así comienzan algunos corridistas morelenses, de eso supieron don Miguel Bello, don Malaquías Flores, don Mauro Vargas y Jesús Peredo, entre tantos otros que manejaron las rimas con maestría. Con los dos primeros versos se fueron desgranando las historias, cual mazorca a pleno sol.
…una historia verdadera
de un pueblo muy singular
se trata de un pueblo humilde
que ha sabido defender
su cultura y su raigambre
aun a costa de su ser.
Milpa lleva por nombre
Malacachtepec antiguo
tierra de valientes hombres
de eso sí que soy testigo.
Y así, palabra a palabra, verso a verso, nació el corrido. Escrito y reescrito durante meses. Luego, el descanso del texto por otros tantos. Casi lo olvidé por un largo año. Hasta que no hubo más remedio que terminarlo.
Grande privilegio es contar entre los amigos con aquellos cuyo único propósito es ejercer su papel de mentor, en dondequiera que se encuentre, como mi maestro de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, Alfredo Páramo, fiel amante de esta tierra momoxca. Mi maestro me hizo el honor de pedirme que le enviara lo que llamé Corrido a Milpa Alta, lo leyó y le hizo las reconvenciones necesarias.
Pero un corrido no es corrido si no tiene música, si nadie acompaña sus coplas con los acordes de una guitarra –pensé. Busqué a quien me hiciera el favor de musicalizarlo. No encontré a nadie. Volví a dejarlo reposar. Llegó el 2019, y con él la promesa de que sería desempolvado, lo presentaría en la Feria del libro en náhuatl de san Bartolomé Xicomulco, a la que me habían invitado. Hice ensayos a capella con una entonación de corrido. Fui desechando todos los intentos uno a uno –estaba segura de que lastimarían los oídos de quien se atreviera a escuchar.
Entonces la recordé, es la única mujer que declama corridos de manera magistral. América Menéndez es morelense, un día de 1993 me invitaron a conmemorar algún suceso. Allí la escuché –por única vez— y en ese momento no imaginé cuan valioso me sería su ejemplo.
Ensayé en voz alta el Corrido a Milpa Alta, temerosa y curiosa a la vez de la reacción de quienes me escucharían. Por fin, en una plaza donde sólo había ofertantes de sus productos y uno que otro transeúnte, me llamaron al estrado. Confieso que no pasó nada. Tres o cuatro manos, más por compromiso que por gusto, se juntaron para simular un aplauso.
En este 2020, en plena pandemia, casi estoy segura que el corrido no va a encontrar quien lo quiera musicalizar. Tal vez si le hago algunas modificaciones, o se lo doy a una banda, de esas que “en el aire las componen”, o si busco un rapero que lo desee interpretar acompañado de un güiro, en alguno de los transportes públicos que van al metro Taxqueña o al metro Tláhuac, quizás algún día alguien pueda decir: “está bonito”.
Mi único orgullo, si eso me puede quedar, es que Milpa Alta tiene su corrido, sí señor, escrito con el corazón.