Desde Milpa Alta, la tierra de que me enamoré en el 2005, durante el viaje organizado por Édgar Anaya, primero de su fructífera labor al frente de Mexicorrerías, suele enviarme Juana Reyes una brisa de poesía que alivia el agobio de noticias sombrías, signo de nuestro tiempo.
La periodista, maestra y promotora cultural escribe:
“Esta mañana, abrí la ventana para dejar entrar la neblina. Y observé.
“Durante mi ausencia el nogal obró el milagro de la multiplicación del follaje y las nueces. El árbol de mandarina donó sus frutos a los niños de la compañía de teatro de Flor, mi hija, que vienen cada viernes a su ensayo. El limón continúa generoso y deja caer como al descuido sus amarillos frutos, listos para colocarlos en la licuadora y darles un poco de azúcar para la limonada.
“¿Qué eso eso que se arrastra y cubre todo el suelo? ¡Es una planta de chilacayote! Y se ha adueñado del jardín casi por completo. Me muestra sus hojas enormes y ásperas; parece decirme: ‘Mira mis flores’ --y tal vez quiera que las corte--. He debido estar ausente mucho tiempo, y lo peor, he dejado de observar”.
Estas palabras acrecientan la añoranza de mi tierra, porque Milpa Alta forma parte de la Ciudad de México, y me hacen recordar uno de los sonetos que el sonorense Abigael Bohórquez compuso para la región que lo acogió:
Esto es Milpa Alta, amor: colmena ardida,
comarca del geranio y su techumbre;
esto es Milpa Alta, amor, adormecida
en la paz de su propia dulcedumbre.
Esto es Milpa Alta, amor, y su estatura
de lluvia macho y gérmenes amantes;
esto es su vientre mineral, su agrura,
y estos los altos soles caminantes.
Esto es Milpa Alta, amor: arna del canto,
esto el corno de aromas que la encierra,
vena fértil, lunario del acanto;
esto el atlas de llamas y de tierra,
el idioma nopal, el amaranto,
y los diez mandamientos de la sierra.
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