Cartas a Hugo desde Soledad
Soledad, California, 13 de junio del 2018
Querido Hugo,
Estoy plenamente consciente de que mis impresiones de Chicago son las de un extranjero, un outsider, una persona ajena a los usos y costumbres del lugar al que ha llegado, o como lo dijo José Vasconcelos en La tormenta: un "meteco en Yanquilandia".
A diferencia de algunas ciudades estadounidenses como San Francisco, San Diego o Santa Bárbara que me parecieron tan hermosas como las había imaginado, Chicago excedió mis expectativas. Pero no he de hablar ahora del esplendor arquitectónico y urbanístico de la Ciudad de los Vientos, del río Chicago que serpentea entre rascacielos, ni del campus de la Universidad de Loyola a orillas del lago Michigan, cuya belleza me conmovió.
Mi pensamiento irá con la nostalgia de la lejanía al Orchestra Hall, del Symphony Center, sede de la Orquesta Sinfónica de Chicago, en el número 200 de South Michigan Avenue.
En este lugar, Esa-Pekka Salonen dirigió la Novena sinfonía de Gustav Mahler el pasado18 de mayo, día en que se cumplieron 107 años de la muerte del compositor.
A reserva de que siga hablando de la última obra concluida por Mahler y en la cual se encuentran diversos indicios de que presentía la proximidad de la muerte, no me concentraré por ahora en la actuación de los instrumentistas y el director, sino en la conducta del público.
Quedé asombrado por el respeto con el que transcurrió la interpretación de la Sinfonía número 9, la única obra del programa. No se escuchó en la sala el menor ruido y ni siquiera hubo las omnipresentes toses en los conciertos.
Con asombro de fuereño, quedé encantado por el respeto mostrado por el público a lo largo de una obra cuya duración aproximada es de 90 minutos. Ni siquiera se escuchó la tos con la que algunos pedantes sustituyen con ella los inadecuados aplausos entre un movimiento y otro.
Durante el final del cuarto movimiento, un addagísimo que se desvanece paulatinamente hasta perder el aliento, el silencio de los asistentes era tan profundo que aun parecía que habían dejado de respirar y así permanecieron, al borde de la butaca, largo rato después de que la música se había extinguido. Un solo aplauso, una tos, el mínimo ruido habría roto el encanto.
Sí, Hugo, mi asombro es de meteco, pero no de inexperto: en sesenta años de asidua asistencia a las salas de concierto he sido testigo de lamentables despropósitos de los que te platicaré en otra ocasión. Mientras tanto, debo decir que lo vivido en la Sala de Conciertos de la Orquesta Sinfónica de Chicago es un ejemplo fehaciente de la cara luminosa de Estados Unidos.
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