Hace poco más de diez años, Josefina y yo tuvimos el privilegio de haber formado parte del primer viaje organizado por Édgar Anaya.
Ese viaje fue a Milpa Alta y habría de convertirse en el antecedente remoto de Mexicorrerías, viajes artesanales, que es ya una floreciente empresa turística de características insólitas, entre las que se encuentra la capacidad de encontrar lo más atractivo de aquellos lugares desdeñados por el turismo tradicional que suele no ir más allá de las playas de moda, los edificios icónicos y los centros de diversión.
El lema de Mexicorrerías "Lo más interesante de lo menos conocido" recuerda las palabras de Robert Frost, el poeta estadounidense nacido en San Francisco, California:
“Dos senderos se abrían en el bosque y yo… yo tomé el menos transitado”.
Aun cuando ya conocíamos el amor de Édgar por el país multiétnico, multicultural y multifacético que es México, fue en aquella ocasión cuando descubrimos la faceta viajera del hombre cuyo entusiasmo, cultura, amenidad y don de gentes hacen de él un guía carismático. Bien dicen que el hombre se mide por su capacidad de entusiasmo.
Además cuenta, como dicen ahora, con "un plus": hacer que los viajeros se sientan seguros porque no solo planea cuidadosamente los recorridos, sino que está dispuesto a resolver personalmente las posibles situaciones inesperadas.
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Evoco con nostalgia aquel primer viaje y recuerdo la belleza del Popocatépetl que, desde Milpa Alta, veíamos casi al alcance de la mano, así como la del Valle de Chalco, a nuestros pies.
Pedí entonces a Édgar que me permitiera leer al grupo uno de los Sonetos de Milpa Alta, del poeta sonorense Abigael Bohórquez que tanto la amó.
El poema que escogí comienza así:
Esto es Milpa Alta, amor, colmena ardida,
comarca del geranio y su techumbre,
esto es Milpa Alta, amor, adormecida
en la paz de su propia dulcedumbre.
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El más apretado relato de los viajes con Mexicorrerías cubriría numerosas páginas de este blog porque nos ha llevado, por mencionar algunos lugares, desde los interesantes pero sombríos barrios marginados de la Ciudad de México (Santuario de la Santa Muerte incluido) hasta el esplendor de la Selva Lacandona y las lagunas de Montebello, en la frontera con Guatemala; hemos ido desde el socavón de una mina en Tlalpujahua, Michoacán, en el que me negué a entrar porque soy claustrófobo, hasta el cráter del volcán Poás, en Alajuela, Costa Rica, el país más verde del mundo.
¿Playas? Hemos estado en la de Manuel Antonio, bordeada por la selva en ese país centroamericano, y en las de Tecolutla, en el Golfo de México, donde participamos en la liberación de tortuguitas recién nacidas.
En aquel viaje, varias personas de nuestro grupo nadaban felices en el mar cuando pr empezó a llover intempestivamente, y para nuestra sorpresa, todo el mundo corrió a refugiarse bajo el techo de las palapas, como si temieran que se fueran a mojar.
Cómo recuerdo también el viaje en el que pernoctamos en una cabaña en la isla de Yunuén, en el lago de Pátzcuaro. Desperté sobresaltado a la mañana siguiente: "¿Qué es todo ese alboroto?", pregunté a Josefina. "Son las voces de la naturaleza, que despierta gozosa", me respondió.
En Tzintzunzan, en la ribera del lago de Pátzcuaro, contemplamos casi con veneración los olivos sembrados por don Vasco de Quiroga, el egregio civilizador.
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Entre nuestros recuerdos imborrables se encuentran los viajes con Mexicorrerías a Costa Rica y a la Sierra Tarahumara; viajes que nos han enriquecido y que nos han llevado a hacer nuestras las palabras del uruguayo José Enrique Rodó:
"Renovarse es vivir; viajar es renovarse".
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En El Fuerte, Sinaloa, quedé tan conmovido por las genuinas danzas autóctonas que nos ofrecieron, que no exagero al decir que me impresionaron tanto o más que la Barranca del Cobre. Hasta esa ocasión, solamente había conocido las versiones muy bellas ciertamente pero sofisticadas de grupos como el Ballet Folklórico de México.
Y no debo dejar de mencionar las delicias gastronómicas del restaurante Panamá, en Culiacán. En él probé por primera vez unas gorditas llamadas "Comadres", que superan a las gorditas de mi querida Ciudad de México.
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Si una experiencia quisiera Josefina repetir es la emoción de la tirolesa sobre el bosque tropical costarricense cercano al volcán Arenal... o la ascensión de la montaña para ver de cerca la cascada del Chiflón, en Chiapas.
Y con qué nostalgia evocamos el viaje a Chiapas, en el que visitamos, entre otros lugares, la zona arqueológica de Palenque, la joya de San Cristobal de las Casas y la ciudad de Comitán de las Flores, ahora conocida como Comitán de Domínguez, donde pervive el alma de Rosario Castellanos, nacida en la Ciudad de México pero formada en esa tierra que tanto amó y de la que escribió en Balún Canán. Qué emocionó fue contemplar en una avenida de Comitán cómo ondea la bandera mexicana junto a la guatemalteca, símbolos de los países más hermanos del continente.
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Dejaré por ahora estos recuerdos y a la manera de una coda, concluiré con esta reflexión:
Dicen que más que en kilómetros, los viajes se miden en amistades. Cómo nos han enriquecido las que hemos cultivado en ellos.
Volcán Poás
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