En estos días beisboleros por excelencia gracias a la Serie Mundial, recuerdo esta vieja historia, narrada ¡más de cuatro veces! y publicada en el libro Allegro molto. 60 años de anécdotas, de mi autoría, editado por Luzam, Cuernavaca, Morelos, el 2010.
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A principios de 1948, iba a cumplir 14 años y ya había sido atrapado por la música de concierto, descubierta dos años antes gracias al radio de Julia, mi abuela materna, quien vivía en la Calzada de la Piedad.
Cada vez que iba a su casa, corría a su recámara y disfrutaba aquel aparato maravilloso del que carecíamos en casa, puesto que entonces era un lujo fuera del alcance de familias modestas.
El primer deslumbramiento lo recibí el día en que escuché el Concierto para piano de Grieg. Luego vendrían la “Danza ritual del fuego”, de El amor brujo, de don Manuel de Falla, y la “Marcha húngara” de La condenación de Fausto, de Berlioz.
Muy pronto descubriría más obras. Beethoven y Chopin se convertirían en los héroes de mi adolescencia.
Toda esta incipiente melofilia no impedía mi pasión por el beisbol que, en aquellos años, superaba con mucho la popularidad del futbol. Mi equipo: Diablos Rojos del México, dirigidos por Ernesto Carmona y Verduzco, el Marqués de San Basilio.
Una mañana dominical del aquel año, cuando me disponía a ir al Parque Delta, situado a orillas del Río de la Piedad, llegaron a casa doña Mercedes, esposa del pintor Antonio Ruiz, el Corcito, y sus dos hijas: Vilma y Marcela. Conocedoras de mi gusto por la buena música y con evidente muestra de generosidad, venían a invitarme al concierto que daría la Orquesta Sinfónica de Xalapa, dirigida por José Ives
En vista de que tenía gran interés por el partido, puesto que jugaban los Diablos contra los Alijadores de Tampico, llamé a mi mamá y discreta pero angustiosamente le pedí ayuda:
—Diles, por favor, que no puedo ir. Inventa cualquier pretexto, te lo ruego.
“Ay, hijo –me reprendió–, ¿no que tanto te gusta la música? ¿Y cómo vas a decirle que no a la señora Meche, que es tan linda persona? No le vayas a hacer ese desaire”.
Ningún argumento pudo convencer a mi mamá, por lo que me resigné a aceptar la invitación. Pero eso sí: procuré que no se notara mi contrariedad.
La inclusión en el programa del cuento orquestal Pedro y el lobo, de Prokófiev, que narraría la actriz María Douglas, había sido el detonador de la invitación.
No recuerdo en qué sala se dio ese concierto; pero sí puedo precisar que se inició con la Suite del ballet El Cid, de Massenet, y que en la última parte se interpretó la Séptima Sinfonía de Beethoven.
A la salida del concierto, la señora Meche, Vilma y Marcela estaban atentas a mi opinión sobre Pedro y el lobo, obra que, según esperaban, me fascinaría.:
Casi diría que esa música pasó inadvertida para mí. Lo que cambió mi vida fue la Séptima de Beethoven. Paulatinamente, mi interés por los home runs con casa llena y los squeeze plays para anotar la carrera del triunfo fueron sustituidos por la fascinación de pasajes como el de la Eroica, en el que entran los cornos en imitaciones, y por la estremecedora intervención de la trompeta en Fiestas, segundo de los Nocturnos de Debussy.
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