Cuando concluí la lectura del texto de David Páramo Chávez intitulado El hombre común, publicado en el periódico Excélsior de la Ciudad de México el 11 de abril, escribí al autor:
"El compositor estadounidense Aaron Copland (1900-1990) entregó una obra maestra intitulada Fanfarria para el hombre común. Tú has escrito una columna igualmente magistral sobre el personaje común y corriente".
La similitud del elogio al hombre común hecho por el periodista y el hecho por compositor me pareció evidente a pesar de los medios tan diferentes con los que expresaron sus mensajes.
Entre otras reflexiones, Páramo Chávez expone las siguientes
"No me gustan las reuniones de expertos o las tertulias de colegas. No soy afecto a leer doctos análisis, sólo lo hago por cuestiones estrictamente profesionales. Tampoco me gusta estar pendiente de qué están haciendo mis colegas, puesto que me concibo mucho más como un caballo de carreras que no puede voltear a los lados para no distraerse.
"Me parecen bastante irrelevantes las mesas de análisis y los debates entre comentócratas, puesto que, en el mejor de los casos, se trata de discusiones, quizá informadas, entre pares. La sociedad es mucho más diversa que políticos, periodistas o cualquier otro experto.
"Tampoco creo en las encuestas ni en los análisis de expertos. Sé que en muchos casos están hechos a la medida del cliente o del deseo de su creador. Prefiero platicar con la vendedora de dulces o el mesero; el entrenador de gimnasio o el ama de casa; la maestra de guardería o el empleado de una oficina… todos aquellos que son el hombre común. Todos esos que están más ocupados en buscar el bienestar de su familia por sus propios medios que por la elección de una suerte de gobierno tan milagroso como imposible.
"Hombres y mujeres que no tienen tiempo ni voluntad para ser activistas en las redes sociales, pero que desean vivir en el mejor México posible. Están más interesados en el próximo festival escolar de su hijo, el evento deportivo de su hija o si su equipo de futbol calificará a la liguilla".
Inspirado en el ensayo El siglo del hombre común, de Henry A. Wallace (1888-1965), político que fue vicepresidente de Estados Unidos, Aaron Copland compuso la Fanfarria para el hombre común en 1942.
El inglés Eugene Aynesley Goossens (1893-1962), director de la Orquesta Sinfónica de Cincinnati, había solicitado a diversos compositores oberturas que exaltaran el esfuerzo de soldados, marinos y aviadores de los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Copland prefirió honrar al ciudadano corriente, al hombre de la calle que suele pasar inadvertido, al que nadie parece tomar en cuenta. Ya no más fanfarrias para los grandes de este mundo, los reyes, los próceres, los inmortalizados en bronce, los políticos prominentes, los magnates, los hombres poderosos.
La Fanfarria para el hombre común abre con una solemne percusión que precede a la vibrante irrupción de las trompetas al unísono que proclaman el valor y la dignidad intrínseca del individuo. Compases adelante, la música alcanza los registros más altos, en un evidente símbolo de las aspiraciones del hombre sencillo, el hombre libre en una sociedad democrática.
Todo esto hace que la Fanfarria para el hombre común de Copland, la partitura más popular de su catálogo, la que se ha convertido en un himno, sea considerada como propia por quienes estamos conscientes tanto de nuestra condición de hombres comunes como de nuestra indiscutible dignidad, de la que tan legítimamente orgullosos estamos.
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