El primer programa de la temporada Conciertos de Otoño 1993 de la Orquesta Sinfónica Nacional, consagrado al brasileño Heitor Villa-Lobos, comenzó con El trenecito del caipira, obra mucho menos impresionante que Pacific 231, de Arthur Honegger, que también describe la marcha de un convoy, pero más encantadora que ésta.
Dejó un buen sabor al público esa pieza dirigida en forma semidanzada en el podio por Enrique Arturo Diemecke, pero tras el idílico comienzo del concierto, presenciamos el numerito, berrinche, pataleta o como prefiera llamársele que estuvo a cargo de la pianista brasileña Cristina Ortiz, quien había sido invitada para la interpretación del Concierto Número 3 de su paisano.
Sucede que desde su llegada a México se incomodó con la Sinfónica Nacional y su director. Sin haber manifestado claramente lo que quería, llegó a impugnarlo todo.
Dicen que pensó cancelar su presentación. Como quiera que haya sido, decidió llevarla adelante, sólo que a la hora de salir al proscenio volvió a subírsele el temperamento a la cabeza, por lo que Diemecke tuvo que salir solo al escenario, en lugar de hacerlo detrás de la solista, como lo marca la etiqueta.
El director se sentó a esperar en el banquillo del piano para sorpresa del público. Parecía que iba dirigir desde el teclado, pero giró hacia su derecha y comunicó al auditorio los problemas que habían tenido por la forma tardía en que llegó la música impresa.
Prometió que harían su mejor esfuerzo para presentar debidamente este difícil concierto que, quizá, era su estreno en México.
Intuimos inmediatamente la existencia de un grave conflicto, lo que pudimos comprobar cuando Diemecke subió al podio sin que hubiera salido todavía la solista.
El lapso en que estuvo esperándola fue demasiado prolongado. La descortesía de Cristina Ortiz no sólo era para el director y la orquesta, sino para un público totalmente ajeno a sus problemas.
Supusimos entonces que la histérica muchacha estaba en su camerino en plena rabieta. Nos imaginábamos que decía como una chiquilla malcriada: “No salgo, no salgo y no salgo”.
El desconcierto de Diemecke era evidente. Bajó entonces del podio para ir por ella y pasaron unos minutos antes de que la pianista decidiera salir.
Tras unos aspavientos, la solista se colocó frente al teclado. El maestro le preguntó entonces si todo estaba bien; pacientemente esperó su anuencia y recibida ésta, dio entrada a los músicos.
La complicada obra mantuvo ocupada a Cristina Ortiz durante los primeros veinte minutos; pero no desaprovechó la oportunidad de hacer movimientos desaprobatorios con la cabeza.
Hacia el final del Concierto, cuando Villa-Lobos da un respiro al solista, Cristina Ortiz volvió retadoramente hacia los instrumentistas, varias veces, dando la espalda al público. Algo dijo a uno de los violines segundos. Parecía que quería tomar a su cargo la dirección o, cuando menos, intervenir en ella como lo hizo en cierta ocasión el violinista Henryk Szeryng mientras tocaba el Concierto de Ponce.
El público, generoso como siempre, aplaudió fuertemente al final de la interpretación y seguía haciéndolo cuando la pianista se había retirado. En contra de la norma que obliga a salir inmediatamente para agradecer la ovación, Cristina Ortiz dejó transcurrir un lapso tan prolongado, que nos pareció indicio de que no regresaría.
Finalmente lo hizo, pero aún movía la cabeza negativamente y por su actitud colérica y desafiante, recordó a este cronista el incidente protagonizado hace muchos decenios por Lorenzo Garza, el llamado Ave de las Tempestades, en la Plaza México. Estoy seguro de que Cristina Ortiz tenía ganas de emular al temperamental torero, quien hizo el ademán de estar brindando la faena a todo el público, pero en su lugar le propinó una mentada colectiva.
Unas palabras atenuantes para la actitud de Garza: el público había sido extremadamente cruel con él. Unas palabras agravantes para Cristina Ortiz: el público fue bondadoso hasta la ingenuidad.
Días después, Javier Cuétara, entonces gerente de la Sinfónica, me contó que Cristina Ortiz se había quedado a escuchar La selva del Amazonas, última obra del programa, y que había exclamado: “¡Hurra!, así se toca a Villa-Lobos”. Debo confesar que no se lo creí.
(Tomado del libro Allegro molto. 60 años de anécdotas, de mi autoría, Luzam, México, 2010)
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