Allons enfants de la patrie
Texto escrito en 2010,
lo dedico siete años después a
Maricarmen Mozart
Corría 1941 y estaba yo a punto de cumplir siete años.
En aquella primera mitad del siglo XX se consideraba que era recomendable postergar hasta donde fuera posible la entrada de los niños a la escuela, para evitar arrancarlos prematuramente del calor de la casa paterna.
En mi caso, mi padre me enseñó a leer y escribir para que llegara al primero de primaria con el conocimiento básico del lenguaje.
A pesar de que era beneficiario del cariño familiar, mi deseo de ir a la escuela se intensificaba cada día, quizá porque haya querido darme el gusto de sentirme, como decía mi mamá, “un hombrecito formal”.
A tal grado había subido mi expectación, que la noche anterior al primer día de clases no podía conciliar el sueño. Trataba entonces de distinguir en la penumbra mi mochila y mi pantalón nuevo, de pana verde.
El Colegio Fernández de Lara, ubicado en una afrancesada casona porfiriana de la capitalina colonia Juárez, de la Ciudad de México, colmó mis expectativas, y a mi maestra, Guadalupe Ibargüengoitia Chico, debo la apertura de mi mi espíritu a la literatura.
Las señoritas Fernández de Lara, dueñas de la institución, eran unas personas de porte distinguido, cuyos modales finísimos deseaban inculcar en nosotros.
Como las hubiera horrorizado que nos dirigiéramos a una maestra con el título de “seño”, nos pidieron que le llamáramos miss.
La petición de permiso para ir a satisfacer alguna necesidad fisiológica tenía que expresarse así: “Miss, may I go out?”
Vivíamos en el mundo luminoso del que habla Hermann Hesse en la novela Demian, e intuíamos también que más allá de los umbrales de la escuela y la casa paterna hay un mundo tenebroso.
En las primeras semanas de clase aprendimos a cantar en francés la Marsellesa. Con nuestras voces blancas entonábamos llenos de enjundia:
Allons enfants de la Patrie,
Le jour de gloire est arrivé!
Al año siguiente llegó el nuevo maestro de música. Como queríamos lucirnos con él, le cantamos el himno de Francis, nación ocupada entonces por las hordas nazis.
“Muy bien, jovencitos –nos dijo–; cantemos ahora nuestro himno nacional”.
Siete decenios después, recuerdo su expresión al comprobar que ningún alumno lo conocía.
Desde entonces dejamos a un lado el “alonsanfán”, para aprender el himno mexicano compuesto por un potosino y un catalán.
A los pocos días de la llegada del nuevo maestro de música, me di cuenta de que era la misma persona que dirigía el canto gregoriano durante el “ejercicio de alabanza” al que todas las noches dominicales me llevaban mis papás, el cual se realizaba en la cripta del templo de la Sagrada Familia, en la calle de Orizaba de la colonia Roma.
Me fascinaba verlo dirigir aquel interminable tejido melismático de oraciones y alabanzas: el canto gregoriano me había cautivado.
Todavía recuerdo emocionado el himno en elogio de la Ciudad Santa:
Caelestis urbs Jerusalem
beata pacis visio,
quae celsa de viventibus
saxis ad astra tolleris,
sponsaeque ritu cingeris
mille Angelorum milibus.
(Jerusalén, ciudad la más sagrada,
de sosiego y de paz visión dichosa,
que de animadas piedras fabricada,
te elevas a los astros tan gloriosa.
Ya, como noble esposa, te ha ceñido
un ejército de ángeles crecido.)
Cómo agradezco al maestro de música haber contribuido a la epifanía del canto gregoriano en mi vida. ¿Que también me enseñó el himno nacional mexicano en el Colegio Fernández de Lara? Cierto, pero es el gregoriano lo que le convirtió en mi personaje inolvidable.
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