Uno de los primeros mártires de mi diletantismo fue mi padre, a pesar de que las relaciones fueron, en nuestro caso, bastante buenas.
En aquellos tiempos, no solía hablarse de la “brecha de las generaciones”. Como quiera que haya sido, no nos separó brecha alguna... una rendijita si acaso.
Esa diminuta fisura la abrieron los crescendi de Beethoven, los volúmenes orquestales de Wagner, los ritmos frenéticos de Stravinsky y, por raro que parezca, la tierna y aparentemente inocua música de Chopin, el héroe de mi adolescencia, que canta nostálgico a la patria lejana.
Una noche en que ya dormía toda la familia, me dispuse a escuchar los veinte Nocturnos para piano del músico polaco. Contaba yo 15 años y, como solía suceder a esa edad en tiempos pasados, era presa del romanticismo.
El ambiente tenía que ser propicio: apagué la prosaica luz eléctrica para encender en su lugar una vela, síntesis de la poesía. Cerré los ojos y entré en éxtasis. Pero en cuanto vibraron en el aire las primeras notas del Nocturno en si bemol menor con el que se inicia el ciclo, papá despertó sobresaltado y se dirigió a mi recámara.
—¡Baja el volumen de ese ruido! –me ordenó con un tono insólitamente autoritario.
Sentí como si me hubiera dado una bofetada. “Ha blasfemado”, pensé. “Llamar ruido a la música del compositor más exquisito de la historia es la más impúdica de las irreverencias”.
—Papá –respondí lleno de orgullo–, estoy dispuesto a bajar el volumen, pero quiero que comprendas que eso no es ruido; es... ¡música de Chopin!
—Es ruido y le bajas.
—Papá, por favor, no digas eso. ¿Cómo va a ser ruido?
Don Alfredo Páramo Castro interpretó la defensa que hacía de la música chopiniana como un desafío a su autoridad y, contra su costumbre, decidió recurrir a otro tipo de argumento.
Aquélla fue, por cierto, la última ocasión en que me sacudió violentamente el polvo del antifonario.
Crónica de mi autoría publicada en el libro Allegro Molto. Sesenta años de anécdotas (Luzam, México)
No comments:
Post a Comment