Querida Laura:
Acabo de enterarme con profunda pena del fallecimiento de José Emilio Pacheco, quien había ingresado en un hospital de la Ciudad de México.
Esta misma mañana, Josefina y yo leíamos en el número 1943 de la revista Proceso (26 de enero del 2014) su columna Inventario intitulada en esta ocasión “La travesía de Juan Gelman”. Lo afirmado por Pacheco sobre el poeta argentino venturosamente radicado en México durante veinte años pudo haberlo dicho de sí mismo: “Gelman escribió hasta el último día”. Y como lo dijo de su colega en esa entrega postrera, él también “deja en la poesía mexicana una huella radiante que no se borrará”. Es más: su huella se extiende a la poesía en español.
El 11 de marzo del año pasado platiqué brevemente con José Emilio Pacheco y con Cristina, su esposa, durante un vuelo de la Ciudad de México a Mérida. Al día siguiente lo saludé en la presentación de su obra realizada ante una sala pletórica del Centro de Convenciones Yucatán Siglo XXI. No volvería a verlo.
Transcribo aquí el poema de José Emilio Pacheco del que hablamos un instante en el vuelo de Interjet:
La “Y”
En los muros ruinosos de la capilla
florece el musgo pero no tanto
como las inscripciones: la selva
de iniciales talladas a navaja en la piedra
que, unida al tiempo, la devora y confunde.
Letras borrosas, torpes, contrahechas.
A veces desahogos, insultos.
Pero invariablemente,
las misteriosas iniciales unidas
por la “y” griega:
manos que acercan,
piernas que se entrelazan, la conjunción
copulativa, huella en el muro
de cópulas que fueron, o no se realizaron.
Cómo saberlo.
Porque la “y” del encuentro también simboliza
los caminos que se bifurcan: E. G.
encontró a F. D. Y se amaron.
¿Fueron felices para siempre?
Claro que no, tampoco importa demasiado.
Insisto: se amaron,
una semana, un año o medio siglo.
Y al fin
la vida los separó o los desunió la muerte
(una de dos, sin otra alternativa).
Durante una noche o siete lustros, ningún amor
Termina felizmente (se sabe).
Pero aun la separación
no prevalecerá contra lo que juntos tuvieron.
Aunque M. A. haya perdido a T. H.
y P. se quede sin N.
hubo el amor y ardió un instante y dejó
su humilde huella, aquí entre el musgo
en este libro de piedra.
Este poema está contenido en el libro Los trabajos del mar (1979-1983) y está recogido en el volumen Tarde o temprano (poemas 1958-2009). Edición de Ana Clavel. Fondo de Cultura Económica. Ciudad de México, 2009.
El número de páginas (838) de este volumen da una idea de la fecundidad de José Emilio Pacheco.
Ahí se encuentra también el poema “Caracol”, que en su séptima instancia dice:
A vivir y a morir hemos venido.
Para eso estamos.
Nos iremos sin dejar huella.
El caracol es la excepción.
Qué milenaria paciencia
irguió su laberinto erizado,
la torre horizontal en que la sangre del tiempo
se adensa en su interior y petrifica el oleaje,
mares de azogue opaco en su perpetua fijeza.
Esplendor de tinieblas, lumbre inmóvil,
la superficie es su esqueleto y su entraña.
¿No te parece, Laura, que Pacheco, como el caracol es la excepción? Él se ha ido, sí; pero su huella permanecerá hasta el fin de los tiempos.
Foto de Angélica Martínez
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