Hay ejemplos convincentes de la capacidad del arte para sublimar los dolores más intensos que pueda sufrir un ser humano.
Aun aquellos temas que nos parecen más repulsivos por su carácter macabro y que pretenden desafiar cualquier tratamiento sensato, han sido materia prima de la música y la poesía.
Sacudido por la pena, Jaime Sabines (1926-1999) escribió en 1973 Algo sobre la muerte del mayor Sabines, quizá el poema más intenso de su género en lengua española.
Simone de Beauvoir (1908-1986) escribe esta reflexión en la crónica de la agonía y tránsito de su madre, intitulada Une Mort très Douce (Una muerte muy dulce): “Saber que, por su edad, mi madre estaba condenada a un fin próximo, no atenuó la horrible sorpresa. Un cáncer, una embolia, una congestión pulmonar es algo tan brutal e imprevisto como un motor de avión que se detiene en el aire”.
Friedrich Rückert (1788-1866), poeta alemán del romanticismo tardío, llegó acongojado a la noche de su existencia porque presenció en su edad madura cómo se extinguía prematuramente la luz en la vida de su hija y en la de uno de sus hijos, víctimas de la escarlatina, en el lapso de 16 días.
El padre trató de buscar consuelo al entregarse a una febril labor creadora: escribió 425 Kindertotenlieder (Canciones a la muerte de los niños) en los seis meses siguientes.
Gustav Mahler (1860-1911), obsesionado también por la muerte, escogió cinco de los Kindertotenlieder de Rückert para componer uno de los ciclos vocales más conmovedores de la historia de la música, para el que preservó aquel título.
(Texto de mi autoría publicado en el periódico El Economista de la Ciudad de México el 12 de abril del 2009)
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