Friday, January 20, 2017

La promesa de escribir

Me honra publicar en este blog el ensayo La promesa de escribir de la joven escritoria mexicana Brianda Aranda Riveroll, a quien agradezco la autorización correspondiente.


La promesa de escribir no se pide ni se acepta a la ligera.

Pedir a alguien que escriba es pedirle que aparte un tiempo en un tiempo donde el tiempo vale oro, que deje de lado las infinitas distracciones de la vida diaria, y que saque del éter algún significado a la breve pausa que se ha tomado. Es plantar en el escritor una semilla, misma que no podrá dejar en paz hasta que cultive y entregue los frutos --porque así es el escritor de obsesivo con sus ideas. Es pedir creación en una era de consumo y expresión en una era de impresiones medidas en dibujitos, pedir cinco tiempos en una época de papas fritas.

Pedir a alguien que dedique unas cuantas líneas a cierto tema, o a ningún tema en específico, es decirle "¡Vamos! Confío en que tienes algo importante que decirme, en decirle al mundo. No irás a traicionar esa confianza, ¿o sí?". Es encargarles la creación y ejecución de la Capilla Sixtina, sin la ventaja de la tangibilidad de la pintura y los pinceles, pero esperando la misma belleza, la misma sutileza de Miguel Ángel. Es pedirles continuar el legado de Cervantes y de Shakespeare, de Plath y de Wolfe para las damas, de Tolkien para los que viven en la fantasía, de Poe y de Lovecraft para los que viven el terror. Unidos otrora por el armonioso desastre de la tinta y ahora por la uniforme limpieza de las letras digitales, la promesa de escribir está respaldada por todos aquellos que escribieron en el pasado. Bajo la sombra de los grandes, los escritores esperamos que alguien --porque siempre nos motiva un lector, incluso el más tácito de ellos--nos pida brillar.

Porque aceptar escribir a alguien implica pensar y sentir, implica leer y releer, implica buscar palabras más allá de las que tenemos guardadas en la boca, porque siempre es mucho más fácil hablar que escribir (por algo los niños hablan y no dejan de hablar, antes de poder siquiera tomar un lápiz). Las palabras que decimos las usamos diariamente, como una sartén desvencijada donde cocinamos el desayuno o las tazas para el café; las palabras que escribimos están mejor guardadas, como ese juego de fondue o esas copas de cristal cortado que sólo sacamos para ocasiones especiales.

Escribir es decirle "pienso en ti, pienso gracias a ti, tanto que no puedo dejar de pensar hasta que lo saque y deje huella de mis pensamientos para luego pensarlos más". Es agradecerle la confianza, entender que esa persona cree que uno tiene algo importante, algo valioso, algo que debe existir sí o sí. Escribir es abrir el corazón y la mente (casi siempre ambos, ¡están tan entrelazados!) y decir "adelante, confío en ti; observa mi interior, mis pensamientos más bellos y mis más horribles sentimientos, y dime lo que piensas". Es mostrarse tan confiado y a la vez tan receloso como el niño que muestra sus dibujos, sin saber si irán a parar al refrigerador o al basurero, pero necesitando que alguien lo vea, lo lea, lo reconozca como real.

Porque, ¿de qué otra forma construimos nuestra realidad si no es con palabras? ¿Y cómo somos reales si nadie nos lee?

Definitivamente, la promesa de escribir no se pide a la ligera, pero se acepta con mucho honor.


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