Thursday, December 24, 2015

Alexiévich y Shostakóvich: el poder reconciliador de la música

En la oficina de la benemérita estación radiodifusora XELA Buena Música en México, ya desaparecida, había en los años 40 del siglo pasado un letrero que decía poco más o menos (cito de memoria):

"Por encima del odio que separa a los hombres, los pueblos y las razas, la antorcha de la música brilla como símbolo del amor inmortal".

Por desproporcionadas que pudiera parecer esa referencia a los seres humanos enfrentados por el odio, dichas palabras resultaban comprensibles en los años en que se libraba la Segunda Guerra Mundial, el  mayor fracaso de la inteligencia, la ética y la política experimentado por la humanidad, pocos años después de la Primera Guerra Mundial, la "guerra que acabaría con todas las guerras", como llegaron a creer nuestros antepasados.

El poder conciliador de la música, arte a cuya condición aspiran todas las artes, en palabras de Walter Pater (1839-1894), queda de manifiesto en estos dos ejemplos escogidos entre una multitud de ellos:

En su libro La guerra no tiene rostro de mujer, Svetlana Alexiévich recoge el testimonio de Aglaia Borísovna Nesteruk, sargento de Transmisiones del ejército soviético, quien recuerda que hacia el final de la contienda, perduraba el odio por el enemigo. Por esta razón, estaba segura de que no podría volver a escuchar la música de Wagner que tanto había amado desde su infancia porque pertenecía a una familia de músicos profesionales que tenía en gran estima a compositores alemanes como Bach y Beethoven. Es más: había tenido que borrarlos de su memoria. Mucho tiempo después, sintió gran alivio espiritual cuando pudo volver "al gran Bach" y hasta llegó a interpretar la música de Mozart, como lo había hecho antes de la guerra.



La historia de la Sonata para viola y piano opus 147 de Dmtri Shostakóvich (1906-1975) es todavía un ejemplo más convincente de que el arte, y la música en particular, pueden hermanar a los hombres.

Recordemos que Shostakóvich no solo compuso la Séptima sinfonía, denominada Leningrado, para exaltar a su heroica ciudad natal sitiada por los nazis, decididos a exterminar a la población por hambre y frío, sino que debió  conformarse con el cargo de bombero voluntario cuando lo rechazaron en el ejército soviético debido a su extrema deficiencia visual.

Qué significativo resulta que la Sonata para viola y piano, su obra postrera, terminada un mes y dos días antes de su fallecimieto, el 9 de agosto de 1975, haya sido un homenaje a Beethoven, músico alemán que durante el régimen nazi siguió siendo interpretado en Berlín en plena guerra.

Shostakóvich la compuso como un réquiem para sí mismo, como lo hizo con diversas obras de su periodo postrero, entre las que se encuentran el ciclo de romanzas sobre poemas de Alexander Blok, los últimos cuartetos de cuerda y la Sinfonía número 15, como acertadamente lo recuerda Solomon Volkov en su libro Shostakóvich y Stalin. 

En el último movimiento de la  Sonata para viola, el compositor toma un motivo del inicio de la Sonata Claro de luna de Beethoven. En palabras de Carlos Prieto expresadas en su libro Dmtri Shostakóvich, genio y drama, "este motivo cobrará un gran relieve en el desarrollo del adagio, y  que  es una especie de homenaje que Shostakóvich rinde al final de su vida a su ilustre predecesor".

Más que una ensoñación a la luz de la luna, este motivo beethoveniano, repetido obsesivamente por Shostakóvich, es realmente una marcha fúnebre.

Añade Carlos Prieto: "La obra concluye con unos acordes de belleza serena y triste, con la que se despide Shostakóvich de la vida tan plena y trágica que le deparó el destino".

Nos conmovemos al imaginar el consuelo que debe de haber encontrado Shostakóvich en esos momentos crepusculares con el reconocimiento y hermandad entre dos grandes músicos.


(De la portada de un número de la revista Time de la época)

Thursday, December 17, 2015

Kraus y Alexiévich: Acompañar a los morubundos. Posdata

En la entrada anterior, intitulada Kraus y Alexiévich: acompañar a los moribundos, cité dos de los testimonios de las enfermeras soviéticas que atendían a los soldados heridos durante la Segunda Guerra Mundial, los cuales fueron recopilados en el libro La guerra no tiene rostro de mujer por la Premio Nobel  2015.

Sucumbo a la tentación de incluir, a la manera de una posdata, el relato conmovedor de María Nikolaévna Vasilévskaia, sargento de transmisiones:

 Justo entonces vino corriendo nuestra cartero, nuestra Klava, corría y gritaba: "¡No te mueras!  ¡No te mueras! Hay una carta para ti..."  Ania no cerraba los ojos, esperaba... Klava se sentó a su lado y abrió la carta. Era de su madre: "Mi querida hija..."  Más tarde el médico dijo: "Es un milagro ¡Un milagro! Siguió viva en contra de la ciencia médica..."  Le acabaron de leer la carta... Solo entonces Ania cerró los ojos".

Tuesday, December 15, 2015

Kraus y Alexiévich: acompañar a los moribundos



En su novela Decir adiós, decirse adiós, Arnoldo Kraus, médico, maestro, miembro del Colegio de Bioética, se refiere a la necesidad imperiosa de saber decir adiós a los enfermos terminales, cuando la muerte crece progresivamente en ellos.

"Nunca la muerte será fácil", afirma este catedrático, nacido en la Ciudad de México en 1951, en una de las primeras páginas del libro. Luego reflexiona: "El cariño, las palabras y las manos son necesarias (...) la voz y las palabras de los amigos son una compañía formidable (...) en ocasiones basta apretarles la mano para reconfortar a los moribundos. Otras veces es suficiente acariciar su mejilla. Pasear la mano por su cabeza es un acto terapéutico: les permite saber que siguen habitando el mudo de los vivos y que hay personas cercanas a ellos".

Prosigue:

"En esta forma, se les ayuda a morir, no se les abandona. Es preciso saber que huir de la enfermedad no sirve; es mejor enfrentarla porque la angustia agrava cualquier enfermedad".

Asegura Kraus que muchas personas sufren una terrible soledad cuando enfrentan su muerte. Por esta razón, hay casos frecuentes en que no hay más que acompañar a los enfermos terminales. "Frente a las malas noticias, las palabras llenas de afecto son imprescindibles. Sentirse tocado y escuchado por medio de las palabras es lo que desea cualquier enfermo porque el miedo inunda la vida de muchos de ellos".

Encuentro que la certeza de estas reflexiones está comprobada por los numerosos testimonios de enfermeras de la Unión Soviética que atendieron durante la Segunda Guerra Mundial a los soldados  moribundos; testimonios estos recopilados  en el libro La guerra no tiene rostro de mujer por Svetlana Alexiévich, quien asegura que "ante la muerte, el ser humano siempre está solo".

Una y otra vez escuchamos a lo largo de las páginas de este libro los gemidos y las voces del moribundo que llama a su madre; el que muere recordando a su esposa; el que añora su niñez y recuerda alguna tonada de su tierra;  el que suplica a la enfermera, a la que llama "hermanita," que no lo deje solo, que le dé la mano, que le diga que lo quiere".

De la edición en español de este libro, traducido por Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González, editado por Penguin Random House, copio dos de estos testimonios:

A.  La gente no quería morir... Nosotras respondíamos a cada gemido y a cada grito. Una vez un herido, al sentir que se moría, me agarró así, por el hombro y no me soltaba. Él creía que si alguien estaba a su lado, si la enfermera estaba con él, la vida no se le iría. Pedía: "Cinco minutos más, dos minutos más de vida".

B.  Trajeron a un herido... Estaba tumbado en su camilla, el vendaje le cubría casi por completo, había recibido una herida en la cabeza y se le veía un poco la cara. Un poquito. Por lo visto, le recordé a alguien, se dirigió a mí: "Larisa... Larisa... Larisa..." Supongo que se trataba de la chica a la que quería. Y yo me llamaba justo así, pero yo sabía que jamás me había cruzado con ese nombre... Pero me llamaba a mí. Me acerqué, no comprendía lo que ocurría, intentaba aclararme: "¿Has venido? ¿Has venido?"  Cogí su mano, me incliné hacia él... "Sabía que vendrías..."  Me susurraba algo, yo no entendía qué decía. Me cuesta contarlo, cada vez que me acuerdo de aquel momento, los ojos se me llenan de lágrimas.  "Cuando me marché al frente --dijo-- no tuve tiempo de darte un beso. Bésame..."  Lo besé. Se le escapó una lágrima que se escurrió hacia el vendaje y desapareció. Y ya está. Murió...


Random House Mondadori, México, 2013


(Del libro de Svetlana Alexiévich se habla en otras entradas de este blog)







Sunday, November 29, 2015

Sofía Segovia: la aventura de leer

              



Una de las maravillas contemporáneas que luchan contra el misoneísmo generalizado es el libro en soporte electrónico, llamado también libro digital, ciberlibro o, en inglés, eBook.

Quienes sufren aversión por todo lo nuevo se aferran al libro tradicional  como única posibilidad de lectura. En su rechazo por el ciberlibro y sus evidentes ventajas, suelen dejarse llevar por la incomodidad que les produce tener que dejar la zona de confort en que han residido toda la vida. Su misoneísmo recuerda el de quienes se opusieron denodadamente a la televisión en los años cincuenta del siglo pasado. "Entérese de las noticias sin tener necesidad de mantener la vista fija", decía el anuncio de una radiodifusora mexicana que parece resumir la actitud misoneísta de algunos sectores de la sociedad.

Misoneísta lo fue también Charles Chaplin (1889-1977), quien pontificó que el entonces naciente cine sonoro no era más que una novedad pasajera, aun cuando posteriormente haya rectificado. Y misoneísta a ultranza lo fue el afamado director de orquesta rumano Sergiu Celibidache (1912-1996), quien descalificó la floreciente industria discográfica por considerar que las grabaciones son "música enlatada".

Más que tratar de refutar los argumentos de los enemigos del e-book o de hacer la apología de los textos en soporte electrónico, dejaré la palabra a Sofía Segovia, la autora de El murmullo de las abejas, quien con sencillez no desprovista de encanto sintetizó así su criterio en un mensaje de respuesta a una lectora que le manifestó su admiración:

"¡Gracias por escribirme, Josefina! Me gusta leer en papel y tinta, pero hay veces que no es conveniente, así que yo también llevo mi Kindle a todos lados. No hay espera que me parezca larga de ese modo, pues no hay mejor compañía que una buena historia. Mando un gran saludo para ti y para tu marido junto con el deseo de que nunca pierdan el gusto por la aventura que es leer".

El dispositivo para leer  ciberlibros convierte la aventura de leer en algo tan fascinante, que en un portafolios o en un bolso de mano puede uno llevar una biblioteca que incluya, por citar un ejemplo, desde el Quijote y los dramas de Shakespeare hasta las obras maestras de literatura sin ficción de Svetlana Alexiévich. 




                     (Dedicatoria de Sofía Segovia en el ciberlibro El murmullo de las abejas)



Tuesday, November 24, 2015

A 71 años de la liberación de Leningrado

Este 2015, próximo a concluir, se han cumplido setenta años de que Leningrado, hoy San Petersburgo, fuera declarada Ciudad Heroica. 

Poco más de un año antes, en 1944,  había concluido el sitio de Leningrado por parte de la Alemania nazi, tras casi novecientos días en que la población padeció vicisitudes que se encuentran entre las más terroríficas de la historia y provocó la muerte de más de un millón de personas, según cálculos extraoficiales. 

En el libro La guerra no tiene rostro de mujer, Svetlana Alexiévich recoge los ecos de la tragedia en la voz de mujeres que militaron en el ejército. Decenios después todavía se estremecen de horror al evocar sus recuerdos.

Este es tan solo un fragmento, tomado de  de uno de los capítulos del libro:

"Los habitantes de Leningrado no dejaban de sorprendernos. Nosotros por lo menos recibíamos algo de sustento, había comida, la mínima, pero la había. En la ciudad, la gente caminaba y se caía de hambre. Se morían. Los niños venían y compartíamos con ellos nuestras escasas raciones. No eran niños, eran una especie de pequeños ancianos. Una momias. Nos explicaban su 'menú' durante el asedio, por así llamarlo: sopa de cinturones de piel o de zapatos nuevos, gelatina de cola de carpintero, tortitas de mostaza... En la ciudad se comieron a todos los gatos y perros. Desaparecieron los gorriones, las cotorras, cazaban a ratas y ratones para comérselos (...) Después los niños dejaron de venir, los esperábamos pero ya no venían. Probablemente se murieron". 

En una de las páginas iniciales del libro, Svetlana Alexiévich confiesa:

"Escribo sobre la guerra... yo que nunca quise leer libros sobre guerras a pesar de que en la época de mi infancia y juventud fueran la lectura favorita (...) ¿Que cuál es mi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia infantil en medio de unas palabras incomprensibles y amenazantes".

La angustia persiste: la guerra sigue presente en el mundo, solo que ha cambiado de usos y costumbres.


Monday, November 16, 2015

El arte de insultar


                                                                              Para Arnoldo Meléndrez


"Qui autem dixerit frati suo, raca: reus erit concilio", se lee en el evangelio de San Mateo. Esta sentencia, escrita aquí en latín, puede traducirse al español moderno así: "Cualquiera que insulte a otro será llevado a los tribunales".

Esta conducta tan severamente  condenada puede alcanzar en el ingenio popular y en la literatura una especie de redención porque no es que se trate tanto de injuriar a la otra persona, sino de "malorearla", como decimos en México al afán de hacer maldades; de "vacilarla" (bromear con ella); de decirle "cuchufletas" (chistoretes burlones) y aun de entrar en un duelo de albures.

Es más: en muchas ocasiones, el insulto entre compadres o amigos muy queridos es una manifestación de afecto.

Ejemplo conmovedor de esto es el testimonio de Adolfo sobre su padre, Adolfo Suárez González, quien fue presidente del Gobierno de España durante la transición e iba a recibir en su edad avanzada el Toisón de Oro de manos del rey Juan Carlos, cuando ya padecía Alzheimer:

"Se lo entrega. Mi padre no le hizo ni puñetero caso. El Rey se da cuenta rápido y se lo entrega al ayudante. Y, de repente, mi padre le dice al Rey: ¿Y tú quién eres? Y dije, ¡Dios, la que se va a liar aquí, a ver qué pasa! Y el Rey, con unas tablas que ni el Teatro Real, le dice ¡Quién voy a ser, idiota! ¡Tu amigo! El Rey, Juan Carlos. Y le echa el brazo por encima. Y él echa una sonrisa extraordinaria, se siente feliz, cosa que no era fácil en aquel momento, porque podía salir por cualquier lado. Y se van charlando los dos..."

Por supuesto que hay lenguas bífidas que derraman veneno, pero de esas no habremos de tratar por ahora, sino de los insultos y aun las leperadas que están a la altura del arte: tanto las que todos conocíamos, como las encontradas en el libro El arte de insultar, de Héctor Anaya, una genuina, regocijante enciclopedia del vituperio de calidad suprema

El índice onomástico al final de este libro de 472 págnas permite al lector buscar a cuanto personaje le plazca, ya sea que se trate de Sócrates o Shakespeare hasta George Bush, Francisco Labastida o Andrés Manuel López Obrador.

Héctor Anaya, el periodista, pedagogo y promotor de la cultura, autor de este ensayo, expresa su agradecimiento a sus alumnos de la Escuela de Escritores de la SOGEM , "particularmente a los extranjeros, que me proveyeron de insultos en ruso, polaco„ griego, alemán, Italiano, danés, español-argentino, colombiano, chileno..."

El "Bocavulgario", una parte del libro, es de gran valor filológico: nos depara sorpresas y suele provocarnos una sonrisa... o una franca carcajada. También se encuentran en esta obra autoinsultos, célebres pifias verbales, apodos (Huizache de Hocicotepec, por ejemplo);  insultos involuntarios, epigramas...

Podrían escribirse páginas incontables para comentar notables anécdotas "insultativas"; pero habré de limitarme a una de ellas, a la manera de una picante probadita. Recurriré al epigrama en que Pancho Liguori tundió al presidente en turno y a su sucesor:

Se acabaron los paseos,
 ¡oh, paladín de la paz!
Ya te vas, López Mateos.
 Presidente, ya te vas...
Y te vas "haciendo feos"
pues hiciste a Díaz Ordaz.


Anaya, Héctor. El arte de insultar. Promocionesy Proyectos Culturales XXI, S.A. de C.V., Ciudad de México, 2012.








     
     
     




Sunday, November 15, 2015

Horacio Franco: ráfaga de música

Hace muchos años, cuando escuché por primera vez a Horacio Franco, el egregio virtuoso mexicano de la flauta de pico, reconocido mundialmente, inicié con estas palabras mi columna Allegro Molto en el suplemento cultural La Plaza del periódico El Economista, de la Ciudad de México:

                 Ha silbado una ráfaga de música

Por supuesto que habría yo querido ser el autor de la portentosa metáfora, pero tuve que pedirla prestada a José Gorostiza, quien así abre el poema Declaración de Bogotá.

En cada encuentro con este gran amigo, excelente músico y pedagogo, recordamos esas palabras que evidentemente han quedado para perpetua memoria... al menos en mi mente, pero supongo que también en la de  Franco.

En todo esto reflexionaba yo este domingo frente a la pantalla de la computadora. Disfrutaba en vivo, gracias a Teveunam, la presentación de Horacio Franco como solista de la Orquesta Filarmónica de la Universidad Nacional Autónoma de México (OFUNAM), dirigida por Jan Latham Koenig, su director artístico, en la Sala Nezahualcóyotl.

Al ver y escuchar a Franco como solista de su arreglo sobre diversas obras de Bach para convertirlas en una partitura para flauta de pico y orquesta, me pareció que la ráfaga soplaba una vez más. Y en su posterior interpretación y dirección de dos Concerti de Vivaldi, sentí que ya no era una ráfaga, sino un viento huracanado.

Para que esta ráfaga no menguara al concluir el concierto, escuché unos de mis discos de cabecera: Del Medioevo al danzón, con Horacio Franco a la flauta y Víctor Flores al contrabajo.

Y la ráfaga no menguó.







Saturday, November 14, 2015

La ciudad que nos inventa. Crónicas de seis siglos

La Ciudad de México es heredera de la capital de la Nueva España. Fue considerada la reina de las urbes de América y contó con imprenta un siglo antes de que esta fuera conocida en la Nueva Inglaterra.

Si usted no conoce la Ciudad de México,  una de las metrópolis más pobladas del mundo, le interesará leer el libro La ciudad que nos inventa. Crónicas de seis siglos, de Héctor de Mauleón, porque hallará en en él muchas historias asombrosas.

Si conoce la Ciudad de México, pero no ha nacido ni vive en ella, seguramente disfrutará muchos de sus capítulos, ya que contiene relatos y hechos curiosos.

Pero si usted es oriundo de la capital de la república, prosaicamente llamada DF, y la ama con toda su alma, a pesar de que reconozca que no todo en ella es propicio para contar con una elevada calidad de vida, le aseguro que va a gozar estas crónicas.     That´s my speech, cómo dicen los estadounidenses... o ¡que te lo digo yo!, como proclaman orgullosos los españoles.

Las crónicas comienzan en 1509, con el cuento de espantos más antiguo, ocurrido en la Casa Denegrida, aposento sin ventanas, de paredes negras y pisos de basalto oscuro, y concluye 505 años y 380 páginas después, con la crónica intitulada "Un provinciano en Reforma", en la que comenta el autor que este paseo se ha vuelto irreconocible y cita a Manuel Payno cuando afirmaba que un viajero que volviera a la ciudad tras una ausencia de diez años, difícilmente podría encontrar en esta las huellas de su pasado.

Si alguien nacido en 1963, como es el caso de Héctor de Mauleón, se asombra de los cambios drásticos de la ciudad y específicamente del Paseo de la Reforma, ¿qué podría opinar alguien que nació en la Ciudad de México en 1934 y vivió de niño a media calle de la avenida que, planificada por Maximiliano, sería bautizada como Paseo de la Emperatriz, de haber podido concluirla?

Entre otros capítulos notables de este libro se encuentra "El galeón de Manila (1696)". En ella, habla del "primer turista de la historia", un italiano llamado Giovanni Francesco Gemeli Careri, doctor en derecho, quien desciende en Acapulco del galeón que lleva el nombre de San José y "no puede creer que aquella horrible aldea de pescadores reciba el nombre de ciudad". Así describe De Mauleón el arribo posterior de Gemelli a la Ciudad de México: "Amanece el domingo 3 de marzo de 1697. Sale a la calle. Ese día hay función en la Catedral. Ese día conocerá el espectáculo de la calle de Plateros. Caminara por Tacuba, se acercará a la Alameda, contemplará las acequias: se inmergirá en la ciudad que Fernando de Balbuena llamó centro de la perfección, del mundo el quicio. Si cierro los ojos, puedo saber lo que vio".

Pero esta ess una sola de las crónicas: hay  113 más.                                                                                                                      

Ficha bibliográfica:

De Mauleón, Héctor. La ciudad que nos inventa. Crónicas de seis siglos. Cal y Arena, México, 2015.



¿Por qué unas personas matan a otras?

En un pasaje del libro Voces de Chernóbil. Cronica del futuro, de Svetlana Alexiévich, encontramos este elogio del respeto al derecho a la vida: 

"Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el antiguo Egipto, el animal tenía el derecho a quejarse del hombre".

Recuerdo esta reflexión en momentos de consternación por los actos terroristas que han llenado de luto a París y a la humanidad entera.

En La guerra no tiene rostro de mujer, Alexiévich se pregunta:

"Hace poco tiempo, mi hija me preguntó ´¿Qué es una guerra?´  ¿Cómo responderle?... Quiero que entre en el mundo con el corazón tierno, le explico que no se puede arrancar una flor tal cual, por las buenas. Que da pena matar a una mosca o quitarle un ala a una libélula. Entonces, ¿cómo explicar la guerra a un ser pequeño? ¿Cómo explicar la muerte? ¿Cómo responder por qué unas personas matan a otras? Matan incluso a niños tan pequeños como ella".

Tampoco los adultos y los ancianos, Svetlana querida, podemos explicarlo.

Alexiévich y Steinbeck, almas gemelas






Aun cuando parezca una exageración desproporcionada (permítaseme el pleonasmo), el estadounidense John Steinbeck (1902-1968) y la bielorrusa Svetlana Alexiévich (1948)  comparten una característica tan asombrosa, que hace de ellos almas gemelas: una capacidad fuera de lo común para escuchar a los demás y una decidida empatía por hombres y mujeres tan sencillos que parecieran  incapacitados para decir algo medianamente importante.

Veamos algunos ejemplos que apoyan esta afirmación y demos la voz a estos literatos cuyo estilo se acrisoló en el ejercicio periodístico y que también tienen en común haber recibido el premio Nobel de Literatura:

Svetlana Alexiévich habla de su fascinación por el testimonio de los marginados, materia prima de su literatura sin ficción, al grado de que construye sus libros a partir de las voces de la vida diaria. 

Recuerda: "Durante mis viajes de periodista, en muchas ocasiones he sido la única oyente de unas narraciones completamente nuevas". Sus editores le pedían que escribiera sobre la Gran Victoria y no sobre minucias, pero ella insistía en consignar testimonios de un valor humano inconmensurable a pesar de su aparente insignificancia. 

Svetlana Alexiévich elogia  en esta forma la autenticidad de quienes  expresan sus vivencias:

"He comprobado que la gente sencilla (las enfermeras, cocineras, lavanderas...) son las que se comportan con más sinceridad (...) toman sus propias palabras en vez de coger prestadas las ajenas".

Asegura la escritora que el ser humano es más grande que la guerra: "No busco las hazañas ni los actos heroicos, sino lo sencillo y humano".  Y así habla de la omnipresencia del  testimonio de hombres y mujeres:

"Textos. Textos. Los textos están en todas partes. En los apartamentos de la ciudad, en las casas de campo, en la calle, en el tren... Estoy escuchando... Cada vez me convierto más en una gran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona. Leo la voz".

El Gran Oreja del Valle de Salinas

También John Steinbeck, el autor de Las uvas de la ira y  Al este del Edén, entre otras conmovedoras novelas, pudo haberse definido como un Gran Oreja. De hecho, ofreció este autorretrato en su libro Travels with Charley in Search of America (Viajes con Charley en busca de Estados Unidos):

"I am not shy about admiting that I am an incorregible Peeping Tom. I have never passed an unshaded window wthout looking in, have never closed my ears to a conversation that was none of my business".

(No me avergüenzo en admitir que soy un incorregible fisgón. Nunca he pasado por una ventana sin cortinas sin que vea a través de ella, ni he cerrado mis oídos a una conversación sobre asuntos que no eran de mi incumbencia).

Con gran sentido del humor, añade Seinbeck:

"I can justify or even dignify this by protesting that in my trade I must know about people, but I suspect that I am simply curious".

(Puedo justificar y hasta dotar de dignidad a esta costumbre protestando que en mi oficio, debo conocer a las personas; pero sospecho que simplemente soy un curioso).

Travels with Charley in Search of America es un libro que, por una parte, desmiente que Steinbeck sea un Peeping Tom, un chismoso, un fisgón común y corriente, sino que, por otra parte, nos presenta un estudioso de la naturaleza humana, una persona genuinamente interesada por la vida, los afanes y los sentimientos de los demás. A lo largo de su recorrido por Estados Unidos, dialoga con las personas que encuentra y muestra una empatía a toda prueba. Lo mismo se interesa por el testimonio de una mesera que vive una existencia desabrida y rutinaria, que por los personajes casi invisibles y de palabras inaudibles que se encuentran en los campos y a lo largo de las carreteras. 

Admiramos la empatía de Steinbeck cuando relata las palabras de las persona que lo visitan en Rocinante, la camioneta en que recorre el territorio de su patria y en la que ocasionalmente lleva a quien se lo pide. Solamente en un ocasión, casi al final de la travesía, abandona la tolerancia y estalla en justificada indignación. Esto ocurre con un hombre que le pidió un ride cuando se dirigía a Jackson y Montgomery. A tal grado llegan las exaltadas expresiones racistas de esta persona, que Steimbeck orilla a Rocinante, detiene la marcha y lo expulsa del vehículo. Ese hombre, que al llegar se había referido a Charley, el perro de Steinbeck, con las palabras "Creí que llevabas a un negro", queda en la carretera gritando enloquecido,  una y otra vez, "Nigger lover!, nigger lover!"

Cómo contrasta este episodio con el de un muchacho sensible, hijo de un hotelero que se enfrenta a la incomprensión paterna por su interés en las modas y  los peinados.

Quede dicho, a manera de conclusión, que Steinbeck y Alexiévich hacen hablar en forma conmovedora y muchas veces contundente, no a los grandes de este mundo, sino a los que sin ellos nadie escucharía porque sus voces suelen pasar inadvertidas.









 

Thursday, November 12, 2015

Alexiévich y los recuerdos infantiles

En las primeras páginas del libró La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, la autora y periodista bielorrusa que escribe en ruso, recuerda la omnipresenccia de los temas bélicos en su infancia.

"Escribo sobre la guerra... yo, la que nunca quiso leer libros sobre guerras a pesar de que en la época de mi infancia y mi juventud fueran la lectura favorita".

Afirma que su primer recuerdo de la guerra fue su angustia infantil en medio de unas palabras incompresibles y amenazantes. "La guerra siempre estuvo presente: en la escuela, en la casa, en las bodas y en los bautizos, en las nefastas fiestas y en los funerales. Incluso en las conversaciones de los niños (...) no conocíamos el mundo sin guerra".

El testimonio de una mujer catorce años menor que yo, nacida en un país tan remoto al mío, ha despertado en mí una marejada de recuerdos que se remontan a 1940, es decir: unos meses después del estallido de la Segunda Guerra Mudial, cuando Polonia había sido invadda por el ejército alemán.

En 1941, cuando iba a yo a cumplir siete años, ingresé en la escuela para cursar el primer año de primaria. Por una parte, gocé entonces el contacto inicial con la literatura e incluso aprendí de memoria el poema Cielo y mar, de Rubén Dario, y las lecturas del libro Rosas de la infancia, de María Enriqueta, me cautivaron; pero en forma simultánea y paradójica, los temas bélicos irrumpieron en nuestras conversaciones de condiscípulos porque en casa escuchábamos incesantemente las discusiones entre "germanófilos" y "aliadófilos".

Un día de 1942, la directora de la escuela observó que mis compañeros y yo comentábamos las peripecias de la guerra y consultábamos los mapas de una revista. Eso fue suficiente para que quedara prohibido volver a "hablar de la guerra".

Los adultos sí que seguían enfrascados en discusiones. En la calle de Coahuila de la colonia Roma, en la Ciudad de México, se encontraba la farmacia Diana, a unos pasos del Estadio Nacional, ahora desaparecido. A esta botica acudían los vecinos no tanto para comprar cafiaspirinas y aceite de ricino, sino para comentar las últimas noticias de la guerra y, de paso, apoyar a sus favoritos, como si se tratara de una competencia deportiva. 

El ataque de los submarinos alemanes a los barcos petroleros Potrero del Llano y Faja de Oro provocó en los mexicanos la indignación y la reacción patriótica generalizada hizo que los "germanófilos" depusieran su actitud y callaran para siempre sus preferencias.

Una multitud de hombres de mediana edad se inscribieron voluntariamente en un movimiento precursor del servicio militar nacional. Recuerdo a mi padre, de 42 años, con su gorra cuartelera y su cinturón en el que lucía una hebilla con la letra R, de "reservista". Los estoperoles de sus botas percutían sonoramente el piso de cemento y hasta me parece que los escucho aún. Había acudido asiduamente al Estadio Nacional para recibir instrucción militar... hasta el día en que decidió no regresar porque el general que estaba al mando había pronunciado ante los reclutas una arenga en la que proclamaba: "Esta guerra es para apoyar a nuestros leales y grandes amigos, los soviéticos".

Muchos recuerdos conservo de esos tiempos que coincidieron con mi preadolescencia, pero será preciso dejarlos para otra ocasión. Baste decir por ahora que la siniestra presencia de la guerra  permeó aquella época, al grado de que estaba yo seguro de que, ineluctablemente, sería llamado a filas en alguna etapa de mi vida.

"Creo que en cada uno de nosotros hay un pedazo de historia --dice Alexiévich--: uno posee media página; otro, dos o tres". Mis recuerdos han sido un minúsculo pedazo; pero estoy plenamente consciente de la forma en que transcurrió en México el tiempo de la Segunda Guerra Mundial. En cierto modo, fue como escuchar aterrados los estruendos de una lejana tempestad.








 

Wednesday, November 11, 2015

Bienvenido, Gustavo

El 3 de octubre del 2009 se realizô el concierto con el que la cuidad de Los Ángeles dio la bienvenida a Gustavo Dudamel.  La crónica aquí presentada se publicó en el suplemento cultural La Plaza, del periódico El Economista, de la Ciudad de México.

                                                       Allegro molto

 

                                                José Alfredo Páramo

 

                                                  Bienvenido, Gustavo

 

                                          Para Josefina, californiana

 

Después de haber visto y escuchado el sábado, por internet, el debut de Gustavo Dudamel al frente de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, quedé tan conmovido que llegué a la conclusión de que acababa de vivir una de las experiencias musicales más intensas de una existencia ya medida en  decenios.

 

Recordé entonces el testimonio del tenor mexicano Rolando Villazón tras la presentación del director venezolano en el Auditorio de Barcelona el 24 de abril: “Os aseguro que es de las audiciones musicales más impresionantes que he visto en mi vida”.

 

Durante más de cuatro horas estuve frente a la computadora en espera del acontecimiento que habría de parecerme más trascendente que el histórico debut de Leonard Bernstein con la Orquesta Filarmónica de Nueva York el 14 de noviembre de 1943.

 

Pasé el largo tiempo de espera escuchando en vivo a diversos conjuntos populares y ensambles juveniles que se presentaron al lado de músicos renombrados como el pianista cubano Alfredo Rodríguez.

 

Poco tiempo antes del triunfal arribo de Dudamel al proscenio del Hollywood Bowl, auditorio ocupado por 18 mil personas, el  portal web de LA Phil (sitio oficial de la Filarmónica) presentó diversas escenas relacionadas con los preparativos del festejo, todas con el lema bilingüe Welcome Gustavo/Bienvenido Gustavo, que incluía la divertida imagen de dos salchichas de hot dog con esas palabras formadas con mostaza sobre una y otra. 

 

Diversas personalidades, entre las que se encontraban Plácido Domingo y el finlandés Esa-Pekka Salonen, director saliente de LA Phil, expresaron aDudamel su bienvenida a la ciudad californiana.

 

Ya entrada la noche, empezó la presentación oficial de Gustavo Dudamel por parte de Deborah Borda, presidenta y directora ejecutiva de LA Phil, quien estaba acompañada por John Williams, el afamado director de orquesta y compositor de la música para películas como Superman, El extraterrestre y La guerra de las galaxias.

 

La señora Borda explicó que habían escogido para el debut de Dudamel la Novena sinfonía, Coral, de Beethoven, porque es el símbolo de la fraternidad universal.

 

A continuación, leyó un mensaje de Barack Obama que fue aclamado por elauditorio.

 

Llegó el momento largamente esperado: el ingreso de Dudamel al proscenio que provocó un estallido de júbilo. Con playera negra con la leyenda YOLA (Youth Orchestra Los Ángeles), dirigió un arreglo del “Himno a la alegría”, de la Novena, al frente de chiquillos angelinos de diversas etnias, vestidos con playeras multicolores con las siglas YOLA.

 

Minutos después, Dudamel cambió su juvenil atuendo por un smoking de saco blanco y tornó al proscenio en el que recibió una estruendosa acogida tan sólo dada a los héroes del mundo pop.

 

A pesar del alboroto generalizado, el comportamiento del público no presentó mayores sobresaltos, excepto la ovación al final de cada movimiento de la Novena y la ocurrida, vítores incluidos, tras una de las intervenciones del coro, a la mitad del último movimiento.

 

Gritos de “Viva Gustavo” estallaron en la pausa entre los movimientos tercero y cuarto; momento aprovechado para la intervención de los solistas.

 

Todo lo anterior resulta explicable en un multitudinario concierto popular gratuito, sobre todo si tomamos en cuenta que los aplausos inoportunos se dan en recintos de aforo reducido, con públicos de cierta cultura.

 

Sin partitura, Dudamel dirigió una conmovedora Novena. Durante su actuación, seguida de cerca por las cámaras, pudimos ver su inmensa capacidad de comunicador en la que recurre no sólo al lenguaje de las manos, sino de gestos que van desde lo más explícito, hasta los sutiles arqueos de las cejas y los guiños.

 

Entre las escenas más impresionantes se encontraron las tomas del coro formado por cantantes “anglos”, “hispanos”, afroamericanos y asiáticos, muy a tono con las palabras de exaltación a la hermandad proclamada por el poema de Schiller utilizado por Beethoven.

 

Acierto adicional fue que los subtítulos hayan sido traducidos al inglés y al español, las dos grandes lenguas occidentales del siglo XXI.

 

De encoreDudamel ofreció una breve repetición coral, secundada por una profusión de fuegos pirotécnicos que, al ritmo de la música, hicieron quepalideciera la estrellada noche californiana.

 

Las palabras de Dudamel, en inglés y español, estuvieron a la altura de tan memorable ocasión: una nueva invitación a la fraternidad continental por medio de música.

 

“Éste es un momento muy especial en mi vida”, concluyó.

 

Lo es también, sin exageración alguna, para la cultura contemporánea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gonzalo Guerrero: galaxia de metáforas

Í



Se encuentra en internet este comentario de una persona de habla inglesa que leyó en español la novela Gonzalo Guerrero, de Eugenio Aguirre:

"I found this book terribly tedious, especially because it has an overly barroque style that completly overshadows any trace of plot. The metaphor language is so heavy that you don't really get to understand what's going on". (Encontré este libro tremendamente tedioso, sobre todo porque tiene un estilo excesivamente barroco que oscurece cualquier rastro del argumento. El lenguaje metafórico es tan denso que uno no entiende realmente lo que está sucediendo).

Resulta comprensible que este estilo metafórico represente serios problemas de comprensión para el lector que además de no tener al español como lengua materna, carece del entrenamiento indispensable para sumergirse en el lenguaje metafórico. 

En contrapartida, se comprende una opinión elogiosa como la de Eduardo Matos Moctzuma, el arqueólogo mexicano que realizó las excavaciones en el Templo Mayor de Tenochtitlán, en el corazón de la antigua ciudad mexica: 

"En pocas ocasiones contamos con una obra que, apegada al dato histórico y con ameno manejo literario, nos lleve al mundo novelado del pasado y nos lo presente actual, vivo, latente".

Mucho se ha escrito sobre este marino español considerado como padre del mestizaje iniciado hace medio milenio. Particularmente recomendables son estos textos que se encuentran disponibles en internet:

* El cautivo cautivado: Gonzalo Guerrero en la novela mexicana del siglo XX, de Rosa Pellicer, profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Zargoza, España.

* Gonzalo Guerrero: figura histórica y literaria de la Conquista de México, de Lancelot Cowie.

Lejos de que pretenda yo una aportación adicional de comentarios sobre esta novela histórica de Eugenio Aguirre, me limitaré a realizar una brevísima antología de las metáforas halladas en ella:

* Mujer casta a la edad del crepúsculo.
* Sellar esos labios vituperantes.
* Soy hijo del mar y el viento, del agua y del horizonte que se unen en el lecho del infinito, allá donde el sol tiene su cama y Vulcano su terrible fragua.
* La masa de tierra firme, lejana como un sueño.
* El firmamento celebraba una gran fiesta y se había engalanado con todas las constelaciones.
* Nuestra proa abría, lenta pero constantemente los pechos del mar.
* No pudo esa lengua bífida contiuar derramando veneno.
* El viento había arreciado y las velas lo recogían hinchando sus crinolinas, como graciosas madonas dispuestas a iniciar una alegre pavana.
* Se me llegó la hora de irme a dormir y esta vino envuelta, en velos de Oriente, perfumada con el almizcle de las estrellas, coronada de tibios rumores producidos por el roce de unos muslos que se aprestaban a darme la mejor de las sorpresas.
* En mi pecho se desató el torbellino que aullaba cual lobo en noche de luna llena, el vuelo de cien mil palomas, el susurro de una muchedumbre de crisálidas hilvanando un gobelino de seda cruda.

En la somera recopilación de esta antología, apenas me encuentro en 18 por ciento del recorrido de la novela, según lo indica la pantalla del iPad. De continuar con ella, la entrada del blog se extendería más allá de la Nebulosa de Orión, por lo que debo retornar de este viaje intergaláxico.  Baste citar a manera de conclusión el primer párrafo del epílogo:

"En la leyenda ha quedado tu nombre, estrella de sangre, rubia gema que viniste a acrisolar la raza, la nueva estirpe, la cósmica aventura de los nuevos pueblos; ave que anidaste en el bronceado de la carne morena del Mayab para engendrar los hábitos ancilares de la cultura joven de América".

¿Que si disfruté este libro? Por supuesto que sí. Encontré muy bellas varias de sus metáforas e incluso me divirtió escuchar a un tosco marino (como Gonzalo Guerreo se consideraba) con un lenguaje propio de personaje shakespereano, dueño además de una cultura vastísima.




Tuesday, November 10, 2015

A Fighting Chance

La reciente publicación de la novela A Fighting Chance, de Claudia Meléndez Salinas, es ocasión propicia para hacer algunas reflexiones:

* El hecho de que una escritora nacida en México pero radicada en Estados Unidos haya escrito el libro en inglés y que su paisano, el autor de este blog, lo comente en español y no en aquel idioma, habla del bilingüismo imperante en la costa central californiana.

* Este libro aporta un argumento al que podemos recurrir quienes consideramos que los mejores literatos de nuestros tiempos son o han sido también periodistas. Por mencionar unos cuantos ejemplos, encontramos en esta condición a John Steinbeck, Gabriel García Márquez, Svetlana Alexievich, premio Nobel de literatura 2015, y a  la española Julia Navarro, autora de la novela Dispara, yo ya estoy muerto, una de sus obras de mayor renombre.

Claudia Meléndez Salinas es una periodista que colabora en diversos medios de comunicación y trabaja para el Monterey Herald de la ciudad que fue capital de la Alta California novohispana y posteriormente mexicana.

A pesar de que mi elogio parezca que está al borde de la hipérbole, dirè que la suya es una de las mejores novelas que he leído últimamente. Si el periodismo ha sido definido por Fernando Benítez como "literatura bajo presión", este libro es evidentemente el fruto de la disciplina, del oficio adquirido por el buen  periodista en su labor diaria;  de su interés por el acontecer humano y de la claridad con la que hace llegar su mensaje al lector.

A primera vista, A Fighting Chance es una versión más del idilio de los personaje shakespereanos de Romeo y Julieta, como también podría serlo de los enamorados de  West Side Story; pero la autora   lleva a la trama reflexiones psicosociales tan apegadas a la realidad que se siente uno tentado a decir que se trata de una literatura sin ficción, por más que las situaciones y los personajes sean inventados.

Ciertamente, Miguel Ángel y Britney, adolescentes de 17 y 16 años, están atrapados por la pasión, pero pertenecen a mundos antagónicos, a pesar de la relativa cercanía geográfica de sus lugares de residencia y del hecho de que uno y otro pertenezcan al condado de Monterey: East Alisal, el barrio más pobre no solo de la ciudad de Salinas, sino de toda la costa central californiana, y Pebble Beach, pequeño conjunto residencial a la orilla del mar, famoso mundialmente por su belleza y elegancia.          

Los siete miembros de la familia de inmigrantes mexicanos viven en un departamento de un solo cuarto.  Miguel Ángel sueña con convertirse en un boxeador de fama, con una fortuna que le permita salir de la pobreza, y para ello se entrena incansablemente a pesar del ambiente que lo rodea de pandillas, violencia y narcotráfico.

Las peripecias de la trama llevan al lector de sorpresa en sorpresa, al grado de que este pasa velozmente de un capítulo a otro; pero es preciso insistir en que el valor del libro radica en la descripción asombrosamente intensa y realista de quienes todo lo tienen y de los que viven en pobreza extrema.

Coincidió mi lectura de esta novela con la columna "El reino de los súper ricos", publicada por  Jorge Ramos Ávalos en el periódico Reforma, de México. Dice entre otras cosas: "Estados Unidos se creó bajo el principio  --establecido en su Declaración de Independencia--  de que todos los seres humanos son iguales y, por lo tanto, tienen los mismos derechos y oportunidades. La realidad es otra. Muchos aquí son maltratados y discriminados, y no todos tienen las mismas oportunidades educativas y financieras".

Me parece que Claudia Meléndez Salinas expresa en el último par de renglones de la novela su empatía por quienes carecen de esas oportunidades:

"The Alisal was a place of beauty and pain, of love and sorrows. Miguel Ángel loved it just the same".

(El barrio de Alisal era un sitio de belleza y de pena, de amor y sufrimientos. Miguel Ángel lo amaba así).

Ficha bibliográrfica:

Meléndez Salinas, Claudia. A Fighting Chance. Arte Público Press. University of Houston, 2015.






Thursday, November 5, 2015

Del Mayab a California








El jueves de la semana pasada concluí la lectura del libro Gonzalo Guerrero, de Eugenio Aguirre. 

Pronto publicaré en mi blog los comentarios de esta novela y de la personalidad de Gonzalo Guerrero. 

Debo comentar que pensé mucho en la península de Yucatán a la que tengo la dicha de conocer íntegramente. Recuerdo ahora una estrofa del himno de Qunitana Roo:

Esta tierra que mira al oriente
cuna fue del primer mestizaje 
que nació del amor sin ultraje
de Gonzalo Guerrero y Za'azil.

Y para hermanar a California con el Mayab, yo diría:



Esta tierra que mira al poniente
la embellecen montañas y mares
y  sus campos cultivan migrantes
procedentes de muchos lugares.


Posdata: la letra del himno quintanarroense es de Ramon Iván Suárez Caamal.


Friday, October 30, 2015

Más rico que Slim

El 29 de octubre, en el programa de televisión La hora de opinar, con Leo Zuckermann y Javier Tello, Fernando Savater respondió así cuado le preguntaron si leía mucho:

"Si por leer pagasen, tendría más dinero que Slim".

Y yo añadiría: "Si por leer pagasen y ese fuera su único ingreso, cuántas personas estarían hundidas en la pobreza extrema".


                                            Fernando Savater



Saldaña, Cardoza, Villoro: pensamientos afines


Hoy, 30 de octubre del 2015, se cumple un año de la muerte de Jorge Saldaña, personaje de la cultura mexicana a quien me referí hace cuatro días en a entrada de este blog, intitulada Saldaña y Veracruz; Veracruz y Saldaña.

Hoy volveré a centrarme en las palabras de Georgina, su hija menor, consignadas en ese libro. Tras recordar que durante su larga vida parisina se encontró lejos de su país, de su contexto de origen y del estilo de vida que tenía, confía:

"En el ocaso de su vida, decidió volver a su lugar de origen, Banderilla (Veracruz), donde se refugió en sus sabores, olores y paisajes de infancia. Su vida la terminó rodeado de sus mujeres, escuchando a Mozart y a Gabriel García Márquez en la voz de su esposa Lety".

Párrafos antes había comentado Georgina que, a pesar de ser misógino, su padre siempre vivió rodeado de mujeres; a las tres hijas que tuvo, a su mamá y a su esposa se refiere en esas líneas.

La decisión de Jorge Saldaña de retornar a su terruño después de haber vivido en la Ciudad Lux, me recuerda las palabras del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, quien también vivió lejos de su tierra:

"No amamos nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es la nuestra.

"En su territorio hay una región que es la región de nuestra infancia. Y en tal región, una ciudad o un pueblecillo. En el pueblecillo, una casa. En la casa, cuatro paredes viejas y manchadas, con muebles rústicos hechos por el carpintero de la familia, con árboles que nos dolió verlos abatir. En medio de la casa, una fuente de la cual nunca dejaremos de escuchar el canto.

"Todo se va replegando hasta llegar de la caja más grande a la más pequeña, del mundo a las cuatro paredes de la infancia, hasta la cuna y el ataúd. La tierra que caerá sobre esas cuatro tablas, cuando estemos de vuelta a geranios y quiebracejetes y nos empinemos en los árboles, es la tierra más dulce que existe. 

"La niñez va corriendo como un arroyo que canta. Remontamos la corriente hasta el manantial. Hasta el amor de nuestros padres. No amamos nuestra tierra por hermosa, por alegre o triste. Por su leyenda o su primitiva felicidad sin historia. La amamos porque es la nuestra".

Asimismo, ese deseo de Jorge Saldaña de refugiarse en los olores, sabores y paisajes de la infancia coincide con otro pensamiento, el de Juan Villoro, expresado en esta forma:

"Muchas veces concebimos la niñez como una arcadia donde todo es placentero. Gracias a la nostalgia, aquellos años que acaso fueron terribles se convierten en un campo que reverdece a medida que nos alejamos de él. Las virtudes que solemos atribuir a la niñez tienen menos que ver con lo que fue realidad que con las ganas de huir del presente".

Sí, señores. Hacia el final del breve camino de la cuna a la tumba, la nostalgia por la tierra y la infancia suele alcanzar proporciones inmensas.



Thursday, October 29, 2015

La Resurrección, frustrada



En los años que se agregaron ceros al valor de la moneda mexicana, nunca me imaginé que la entrega de dos mil pesos para que se desayunara uno de mis hijos en la mañana dominical, iba a marcar el destino del concierto que yo tanto anhelaba escuchar.

En la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl de la Ciudad de México y como obra única, estaba programada la Segunda Sinfonía, Resurrección, de Gustav Mahler, dirigida por Gilbert Kaplan, estadounidense que sería huésped de la Orquesta Sinfónica de Minería, una de las más prestigiosas del país.

Venía este hombre precedido por una asombrosa publicidad: se trataba de un magnate multimillonario pero aficionado, eso sí muy  capaz, a la dirección de orquesta. Como quiera que sea, su actividad se restringía a esa gigantesca obra mahleriana. ¡Y llegaría a la Ciudad de México en su avión privado!

No fue la curiosidad morbosa, sino el amor a la música de Mahler lo que me llevó a apresurarme para arribar temprano a las taquillas de la Sala Nezahualcóyotl.

Filas colosales

A pesar de que llegué a las taquillas 40 minutos antes del concierto, encontré filas colosales en cada una de ellas. Nervioso, decidí formarme en la menos desproporcionada y aposté a mi buena suerte.

Veinticinco minutos después, me encontraba a una distancia razonable de la ventanilla. Tan razonable, que pude leer el letrero siniestro: “Agotadas todas las localidades para el concierto de la Orquesta Sinfónica de Minería de los días sábado 13 y domingo 14 de agosto”.

—¿Qué no es ésta la fila para los boletos de la Segunda de Mahler? –pregunté entre descorazonado e ingenuo a mis vecinos de fila.

—No, mi amigo –respondió uno de ellos–, es para el próximo concierto de la temporada, el de la semana entrante. Los de éste se agotaron desde hace varios días.

Con la actitud del solista que toca una nota falsa en el último compás, decidí desandar los 45 kilómetros que separan el Centro Cultural Universitario de las colinas del municipio conurbado de Naucalpan. Pero había apostado a mi buena suerte, que no podía fallarme.

—Me sobra un boleto –anunció una señora–, ¿quién lo...?

Como cascada de corcheas en partitura de Bach, caímos varios pretendientes sobre ella. La expresión de súplica de mi rostro debe de haber sido más convincente que la de mis rivales, puesto que a mí extendió la mano.

—¿Cu... cuánto le debo? –la ametrallé tartamudo. —Dos  mil pesos.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo. Recordaba que tenía un billete de mil, una moneda de 500 y cinco de 100, justamente lo que necesitaba. Pero, oh, infortunio, el dinero se lo había dejado a mi hijo hora y media antes.

Los demás aspirantes trataron de aprovechar mi desconcierto. Uno de ellos agitó ante los ojos de la señora un billete de dos mil. Abrí apresurado el bolso de mano, ese bolso que escandaliza a mis hijos, al que llaman mariconera. El billete que traía era verde, con el retrato de Cárdenas, el del petróleo.  ¡El billete de diez mil!

—Tenga, señora, gracias.

Ella iba a entregarme el pase para el Paraíso, pero añadió:

—Sólo que no tengo cambio.

Mi primer intento fue dejarle ese billete de diez mil, pero era el único que llevaba.

—Espéreme –rogué–, corro a la cafetería a cambiar. Por favor no vaya a venderlo a otra persona.

Mi salvadora hizo una mueca de impaciencia y amenazó:

—No se tarde, ¿eh? Porque si no...

De unas zancadas llegué a la cafetería.

—Pronto, por favor, un café y un... un... rollo de canela. ¿Dónde pago?

Regresé con mi hada madrina justo a tiempo para evitar el último asalto de mis rivales.

—Tenga, señora, aquí están los dos mil pesos. Gracias, de veras muchas gracias.

El café fatal

Faltaban unos cinco minutos para el inicio del concierto. Recordé que había dejado en la barra mi café y el rollo de canela. Regresé a la cafetería y de dos tragos di cuenta de la bebida y envolví el pan en una servilleta de papel.

La muchacha me miró extrañada y me preguntó si quería más café. Ante mi titubeo, añadió:

—Es gratis.

Llenó nuevamente el vaso de plástico y de un trago vacié su contenido. Sentía la lengua y la garganta quemadas. Subí en tempo vivacísimo por las escaleras hasta la localidad del segundo piso, donde tuve la fortuna de encontrar una butaca vacía, y me dispuse a concentrarme en lo que habría de escuchar.

Ya habían entrado los instrumentistas y los cantantes. El espectáculo era hermoso: una orquesta de grandes proporciones cubría el abanico del proscenio. Los hombres vestían de impecable etiqueta y las blusas blancas de las muchachas brillaban como crestas de olas en aquel mar negro. Atrás de los instrumentistas se extendía la franja azul del cielo de los vestidos de las jóvenes del coro.

“Esto es un anticipo de la eterna bienaventuranza”, pensé, mientras las cuerdas iniciaban la sinfonía de mis amores, de 76 minutos de duración.

Se cierne el infortunio

Hacia el final del primer movimiento, Allegro maestoso, empecé a sufrir los efectos diuréticos de los dos cafés. De haber sido previsor, habría corrido al baño en el lapso relativamente largo entre ese movimiento y el segundo, Andante moderato. Debido a que está escrito en otra tonalidad, requiere una nueva afinación por parte de los músicos, lo que les lleva algún tiempo.

Para agravar mi infortunio, desaproveché también la pausa entre los movimientos segundo y tercero. Estaba en un grave apuro: en adelante, la música de esta sinfonía fluye en forma continua.

Oh, roja florecilla

Había perdido la concentración y ya no disfrutaba la música. Vivía nada más para cavilar en la forma más eficaz de solucionar mi angustioso problema.

En el momento de la aparición de la voz humana en esta sinfonía, cuando la contralto canta: “Oh, roja florecilla, el hombre yace en un gran dolor”, llegué a la crisis final.

Todavía logré escuchar los siguientes versos: “El hombre está en una gran tortura. Yo preferiría estar en el cielo”. Pensé entonces: “Preferiría estar en el baño, caramba” y tras abandonar la sala, me lancé presuroso.

Ajeno a la música, divagué por el camino sobre temas relacionados con la fisiología y, concretamente, sobre las funciones que suelen jugarnos malas pasadas. Recordé entonces cómo, en mi infancia, se consideraba de pésimo gusto hablar de esos temas: “No digas que vas al baño, niño –nos amonestaban–, sé pudoroso y di que vas a lavarte las manos”.

Asimismo, recordé el día en que una secretaria de reciente ingreso en la institución donde trabajo se puso intempestivamente de pie durante el dictado de un documento urgente y, a modo de disculpa, me dijo: “Perdone, señor, pero tengo un asunto muy importante que tratar". Cuando insistí en que debería terminar de tomarme el dictado, supe a qué se refería. Pensé: “Qué barbaridad, esta confesión habría sido considerada en mis tiempos una desvergüenza”. Pero fui comprensivo y di la anuencia para que fuera a resolver su asunto.

El Edén recobrado

“Oh, roja florecilla...” Qué florecilla ni qué nada. Ahora pensaba en otra canción: Agüita amarilla, cuyo argumento me comentaron, otra vez para mi asombro, unos compañeros de trabajo. Se trata de una agüita amarilla que corre frente a la casa de la amada; parte de ella es bebida por las vacas y la otra se evapora, se transforma en nubes, cae sobre el papá de la novia y hasta la mamá lava con ella... es que el doncel enamorado ha bebido quién sabe cuántas cervezas.

Llegué por fin al mezanine, donde se encuentra lo que constituía para mí el Edén recobrado. “Oh, roja florecilla, el hombre yace ahora en un gran dolor”. En una gran apuración a punto de resolver.

Instantes después, pude haberme sentido feliz otra vez, a no ser porque se  me había arruinado parte de la sinfonía.

¿Dónde estará mi boleto?

Allá iba nuevamente, corriendo escaleras arriba: “Roja florecilla, ya te has marchitado, pero me queda aún el coro final”, me dije aliviado.

—¡Un momento! –gritó una de las cuidadoras al cerrarme el paso en un descanso de la escalera–, sin boleto no puede pasar.

Al no encontrarlo al primer intento, traté sobresaltado de explicarle que yo sí tenía ese boleto, que había tenido necesidad de salir un momento a... a... lavarme las manos.

—¡Muéstreme el boleto, por favor! –rugió implacable.

Busqué en un bolsillo del saco, en el otro; en el bolsillo pectoral, en el de la camisa, en mi agenda, en mi cartera, en las bolsas del pantalón.

—Aquí debe de estar –le dije sonriendo para hacerme el simpático–; aquí, en mi bolso de mano.

Empecé a sacar cosas de la mariconera: el pañuelo, la otra agenda, el peine, la licencia de manejar, las llaves, mis anteojos, un kleenex, mis cafiaspirinas, un librillo de psicoterapia... ¡Nada!

—Oiga –supliqué–, déjeme pasar, se lo ruego. Yo sí tenía ese boleto. Mire: era azul, decía: “Segundo piso”. La empleada me miró entre conmovida y burlona:

—Ande, señor, recoja todas sus cosas y pase.

El Azteca

Regresé por fin al segundo piso, pero no había forma de reingresar en la sala. “Una pausa, una pausa, mi reino por una pausa –martillaba en mi cerebro la frase plagiada a Shakespeare– una pausa y me cuelo”.

Se acercó a mí un empleado de seguridad armado con un walkie-talkie y un rostro feroz.

—No tiene boleto, ¿verdad?

Traté de explicarle mi situación:

—Mire, yo estaba adentro; me pasó lo que a los niños, me dieron ganas de... y... Su rostro se suavizó:

—Entre sin hacer ruido.

Pero su susurro fue escuchado por una empleada, quien lo amonestó como si hubiera sido su marido:

—¡Ni pienses en abrir la puerta! Ahora van a tocar desde aquí unos músicos y tienen que hacerlo con esta puerta bien cerrada. ¿Pues qué te pasa?

En efecto, había sendos grupos de trompetas, cornos y percusiones en los extremos norte y sur de la sala, en el segundo piso. Seguían las indicaciones del director gracias a un circuito cerrado de televisión, el cual me permitió escuchar el final de esa Resurrección pasada por agua, aun cuando el sonido de las bocinas de los televisores haya sido muy mediocre.

Con envidia “de la mala” vi a través del grueso cristal doble que separa las localidades del vestíbulo cómo el público disfrutaba no sólo la música, sino el esplendor de la orquesta y el coro.

Me sentía desconsolado, como deben haberse sentido los israelitas a los que no les fue permitido llegar a la Tierra Prometida, que ya tenían a la vista.

Lo peor fue que las voces de los walkie-talkies de los empleados de seguridad acabaron con mi concentración:

 —Aquí el Alemán. Oye, Azteca, están haciendomucho ruido los compañeros en los pasillos. Cambio. Ah, sí, el Azteca fue quien quiso franquearme la puerta. Lo miré agradecido por su buena obra frustrada y me prometí no volver a tomar café antes de un concierto.

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Gilbert Kaplan nació el 3 de marzo de 1941 en la ciudad de Nueva York. Además de ser un multimillonario hombre de negocios y un director de orquesta aficionado que inclusive ha actuado al frente de la New York Philharmonic (para escándalo de algunos instrumentistas del conjunto), fundó la revista Institutional Investor y se ha dedicado al periodismo.

En el libro conmemorativo del trigésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica de Minería, se explica así la incorporación al programa de la Academia de Música del Palacio de Minería de Gilbert Kaplan:

"Saturnino Suárez y Luis Herrera de la Fuente debieron aceptar la 'amistosa presión' del Secretario de Hacienda, que había sido compañero de estudios de Kaplan, para que lo invitaran a dirigir la Orquesta, lo que resultó, por cierto, muy exitoso.

“¿Cómo le dices al Secretario de Hacienda que no?”, dice don Luis irónicamente. “Es como si un monstruo te dice: o me firmas aquí o te mueres... pues firmas”.

(Esta anécdota fue pubicada en el libro Allegro Molto. Sesenta años de anécdotas musicales, por Luzam, México, en 2010.  Es el volumen número tres de la colección Biblioteca Musical Mínima y este bloguero es su autor. El texto ofrecido aquí es una nueva versión de aquel).