Thursday, October 29, 2015

La Resurrección, frustrada



En los años que se agregaron ceros al valor de la moneda mexicana, nunca me imaginé que la entrega de dos mil pesos para que se desayunara uno de mis hijos en la mañana dominical, iba a marcar el destino del concierto que yo tanto anhelaba escuchar.

En la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl de la Ciudad de México y como obra única, estaba programada la Segunda Sinfonía, Resurrección, de Gustav Mahler, dirigida por Gilbert Kaplan, estadounidense que sería huésped de la Orquesta Sinfónica de Minería, una de las más prestigiosas del país.

Venía este hombre precedido por una asombrosa publicidad: se trataba de un magnate multimillonario pero aficionado, eso sí muy  capaz, a la dirección de orquesta. Como quiera que sea, su actividad se restringía a esa gigantesca obra mahleriana. ¡Y llegaría a la Ciudad de México en su avión privado!

No fue la curiosidad morbosa, sino el amor a la música de Mahler lo que me llevó a apresurarme para arribar temprano a las taquillas de la Sala Nezahualcóyotl.

Filas colosales

A pesar de que llegué a las taquillas 40 minutos antes del concierto, encontré filas colosales en cada una de ellas. Nervioso, decidí formarme en la menos desproporcionada y aposté a mi buena suerte.

Veinticinco minutos después, me encontraba a una distancia razonable de la ventanilla. Tan razonable, que pude leer el letrero siniestro: “Agotadas todas las localidades para el concierto de la Orquesta Sinfónica de Minería de los días sábado 13 y domingo 14 de agosto”.

—¿Qué no es ésta la fila para los boletos de la Segunda de Mahler? –pregunté entre descorazonado e ingenuo a mis vecinos de fila.

—No, mi amigo –respondió uno de ellos–, es para el próximo concierto de la temporada, el de la semana entrante. Los de éste se agotaron desde hace varios días.

Con la actitud del solista que toca una nota falsa en el último compás, decidí desandar los 45 kilómetros que separan el Centro Cultural Universitario de las colinas del municipio conurbado de Naucalpan. Pero había apostado a mi buena suerte, que no podía fallarme.

—Me sobra un boleto –anunció una señora–, ¿quién lo...?

Como cascada de corcheas en partitura de Bach, caímos varios pretendientes sobre ella. La expresión de súplica de mi rostro debe de haber sido más convincente que la de mis rivales, puesto que a mí extendió la mano.

—¿Cu... cuánto le debo? –la ametrallé tartamudo. —Dos  mil pesos.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo. Recordaba que tenía un billete de mil, una moneda de 500 y cinco de 100, justamente lo que necesitaba. Pero, oh, infortunio, el dinero se lo había dejado a mi hijo hora y media antes.

Los demás aspirantes trataron de aprovechar mi desconcierto. Uno de ellos agitó ante los ojos de la señora un billete de dos mil. Abrí apresurado el bolso de mano, ese bolso que escandaliza a mis hijos, al que llaman mariconera. El billete que traía era verde, con el retrato de Cárdenas, el del petróleo.  ¡El billete de diez mil!

—Tenga, señora, gracias.

Ella iba a entregarme el pase para el Paraíso, pero añadió:

—Sólo que no tengo cambio.

Mi primer intento fue dejarle ese billete de diez mil, pero era el único que llevaba.

—Espéreme –rogué–, corro a la cafetería a cambiar. Por favor no vaya a venderlo a otra persona.

Mi salvadora hizo una mueca de impaciencia y amenazó:

—No se tarde, ¿eh? Porque si no...

De unas zancadas llegué a la cafetería.

—Pronto, por favor, un café y un... un... rollo de canela. ¿Dónde pago?

Regresé con mi hada madrina justo a tiempo para evitar el último asalto de mis rivales.

—Tenga, señora, aquí están los dos mil pesos. Gracias, de veras muchas gracias.

El café fatal

Faltaban unos cinco minutos para el inicio del concierto. Recordé que había dejado en la barra mi café y el rollo de canela. Regresé a la cafetería y de dos tragos di cuenta de la bebida y envolví el pan en una servilleta de papel.

La muchacha me miró extrañada y me preguntó si quería más café. Ante mi titubeo, añadió:

—Es gratis.

Llenó nuevamente el vaso de plástico y de un trago vacié su contenido. Sentía la lengua y la garganta quemadas. Subí en tempo vivacísimo por las escaleras hasta la localidad del segundo piso, donde tuve la fortuna de encontrar una butaca vacía, y me dispuse a concentrarme en lo que habría de escuchar.

Ya habían entrado los instrumentistas y los cantantes. El espectáculo era hermoso: una orquesta de grandes proporciones cubría el abanico del proscenio. Los hombres vestían de impecable etiqueta y las blusas blancas de las muchachas brillaban como crestas de olas en aquel mar negro. Atrás de los instrumentistas se extendía la franja azul del cielo de los vestidos de las jóvenes del coro.

“Esto es un anticipo de la eterna bienaventuranza”, pensé, mientras las cuerdas iniciaban la sinfonía de mis amores, de 76 minutos de duración.

Se cierne el infortunio

Hacia el final del primer movimiento, Allegro maestoso, empecé a sufrir los efectos diuréticos de los dos cafés. De haber sido previsor, habría corrido al baño en el lapso relativamente largo entre ese movimiento y el segundo, Andante moderato. Debido a que está escrito en otra tonalidad, requiere una nueva afinación por parte de los músicos, lo que les lleva algún tiempo.

Para agravar mi infortunio, desaproveché también la pausa entre los movimientos segundo y tercero. Estaba en un grave apuro: en adelante, la música de esta sinfonía fluye en forma continua.

Oh, roja florecilla

Había perdido la concentración y ya no disfrutaba la música. Vivía nada más para cavilar en la forma más eficaz de solucionar mi angustioso problema.

En el momento de la aparición de la voz humana en esta sinfonía, cuando la contralto canta: “Oh, roja florecilla, el hombre yace en un gran dolor”, llegué a la crisis final.

Todavía logré escuchar los siguientes versos: “El hombre está en una gran tortura. Yo preferiría estar en el cielo”. Pensé entonces: “Preferiría estar en el baño, caramba” y tras abandonar la sala, me lancé presuroso.

Ajeno a la música, divagué por el camino sobre temas relacionados con la fisiología y, concretamente, sobre las funciones que suelen jugarnos malas pasadas. Recordé entonces cómo, en mi infancia, se consideraba de pésimo gusto hablar de esos temas: “No digas que vas al baño, niño –nos amonestaban–, sé pudoroso y di que vas a lavarte las manos”.

Asimismo, recordé el día en que una secretaria de reciente ingreso en la institución donde trabajo se puso intempestivamente de pie durante el dictado de un documento urgente y, a modo de disculpa, me dijo: “Perdone, señor, pero tengo un asunto muy importante que tratar". Cuando insistí en que debería terminar de tomarme el dictado, supe a qué se refería. Pensé: “Qué barbaridad, esta confesión habría sido considerada en mis tiempos una desvergüenza”. Pero fui comprensivo y di la anuencia para que fuera a resolver su asunto.

El Edén recobrado

“Oh, roja florecilla...” Qué florecilla ni qué nada. Ahora pensaba en otra canción: Agüita amarilla, cuyo argumento me comentaron, otra vez para mi asombro, unos compañeros de trabajo. Se trata de una agüita amarilla que corre frente a la casa de la amada; parte de ella es bebida por las vacas y la otra se evapora, se transforma en nubes, cae sobre el papá de la novia y hasta la mamá lava con ella... es que el doncel enamorado ha bebido quién sabe cuántas cervezas.

Llegué por fin al mezanine, donde se encuentra lo que constituía para mí el Edén recobrado. “Oh, roja florecilla, el hombre yace ahora en un gran dolor”. En una gran apuración a punto de resolver.

Instantes después, pude haberme sentido feliz otra vez, a no ser porque se  me había arruinado parte de la sinfonía.

¿Dónde estará mi boleto?

Allá iba nuevamente, corriendo escaleras arriba: “Roja florecilla, ya te has marchitado, pero me queda aún el coro final”, me dije aliviado.

—¡Un momento! –gritó una de las cuidadoras al cerrarme el paso en un descanso de la escalera–, sin boleto no puede pasar.

Al no encontrarlo al primer intento, traté sobresaltado de explicarle que yo sí tenía ese boleto, que había tenido necesidad de salir un momento a... a... lavarme las manos.

—¡Muéstreme el boleto, por favor! –rugió implacable.

Busqué en un bolsillo del saco, en el otro; en el bolsillo pectoral, en el de la camisa, en mi agenda, en mi cartera, en las bolsas del pantalón.

—Aquí debe de estar –le dije sonriendo para hacerme el simpático–; aquí, en mi bolso de mano.

Empecé a sacar cosas de la mariconera: el pañuelo, la otra agenda, el peine, la licencia de manejar, las llaves, mis anteojos, un kleenex, mis cafiaspirinas, un librillo de psicoterapia... ¡Nada!

—Oiga –supliqué–, déjeme pasar, se lo ruego. Yo sí tenía ese boleto. Mire: era azul, decía: “Segundo piso”. La empleada me miró entre conmovida y burlona:

—Ande, señor, recoja todas sus cosas y pase.

El Azteca

Regresé por fin al segundo piso, pero no había forma de reingresar en la sala. “Una pausa, una pausa, mi reino por una pausa –martillaba en mi cerebro la frase plagiada a Shakespeare– una pausa y me cuelo”.

Se acercó a mí un empleado de seguridad armado con un walkie-talkie y un rostro feroz.

—No tiene boleto, ¿verdad?

Traté de explicarle mi situación:

—Mire, yo estaba adentro; me pasó lo que a los niños, me dieron ganas de... y... Su rostro se suavizó:

—Entre sin hacer ruido.

Pero su susurro fue escuchado por una empleada, quien lo amonestó como si hubiera sido su marido:

—¡Ni pienses en abrir la puerta! Ahora van a tocar desde aquí unos músicos y tienen que hacerlo con esta puerta bien cerrada. ¿Pues qué te pasa?

En efecto, había sendos grupos de trompetas, cornos y percusiones en los extremos norte y sur de la sala, en el segundo piso. Seguían las indicaciones del director gracias a un circuito cerrado de televisión, el cual me permitió escuchar el final de esa Resurrección pasada por agua, aun cuando el sonido de las bocinas de los televisores haya sido muy mediocre.

Con envidia “de la mala” vi a través del grueso cristal doble que separa las localidades del vestíbulo cómo el público disfrutaba no sólo la música, sino el esplendor de la orquesta y el coro.

Me sentía desconsolado, como deben haberse sentido los israelitas a los que no les fue permitido llegar a la Tierra Prometida, que ya tenían a la vista.

Lo peor fue que las voces de los walkie-talkies de los empleados de seguridad acabaron con mi concentración:

 —Aquí el Alemán. Oye, Azteca, están haciendomucho ruido los compañeros en los pasillos. Cambio. Ah, sí, el Azteca fue quien quiso franquearme la puerta. Lo miré agradecido por su buena obra frustrada y me prometí no volver a tomar café antes de un concierto.

----------

Gilbert Kaplan nació el 3 de marzo de 1941 en la ciudad de Nueva York. Además de ser un multimillonario hombre de negocios y un director de orquesta aficionado que inclusive ha actuado al frente de la New York Philharmonic (para escándalo de algunos instrumentistas del conjunto), fundó la revista Institutional Investor y se ha dedicado al periodismo.

En el libro conmemorativo del trigésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica de Minería, se explica así la incorporación al programa de la Academia de Música del Palacio de Minería de Gilbert Kaplan:

"Saturnino Suárez y Luis Herrera de la Fuente debieron aceptar la 'amistosa presión' del Secretario de Hacienda, que había sido compañero de estudios de Kaplan, para que lo invitaran a dirigir la Orquesta, lo que resultó, por cierto, muy exitoso.

“¿Cómo le dices al Secretario de Hacienda que no?”, dice don Luis irónicamente. “Es como si un monstruo te dice: o me firmas aquí o te mueres... pues firmas”.

(Esta anécdota fue pubicada en el libro Allegro Molto. Sesenta años de anécdotas musicales, por Luzam, México, en 2010.  Es el volumen número tres de la colección Biblioteca Musical Mínima y este bloguero es su autor. El texto ofrecido aquí es una nueva versión de aquel).



No comments:

Post a Comment