Tuesday, October 20, 2015

Supervivencia del asombro y la sorpresa


La transmisión del concierto de la OFUNAM el domingo 18 de octubre se convirtió en la puerta por la que el cronista se asomó una vez más al prodigio de la música de Dvorak y Beethoven, a la nostalgia por la patria lejana y a la evocación de aquel tiempo remoto e inolvidable en que el joven maestro Enrique Arturo Diemecke era director asociado de la Orquesta Filarmónica de la Universidad Nacional Autónoma de México.

La puerta al prodigio fue la computadora del cronista: en ella captó la señal de Teveunam en un programa que no solo ofreció la Cuarta sinfonía de Beethoven y el Concierto para violonchelo y orquesta de Antonin Dvorak, realizado en la Sala Nezahualcóyotl de la Ciudad de México, sino que presentó escenas de los ensayos, así como sendas entrevistas: con el violonchelista Ildefonso Cedillo y el propio Diemecke.

Uno y otro músicos coincidieron en su criterio de situar esta partitura para violonchelo y orquesta, compuesta por el compositor checo tras el regreso de Nueva York a su patria, como una de las cumbres del género. Diemecke se refirió a la excelente factura de este concierto que se encuentra entre los más populares del repertorio. Comentó que de haber sido escrito para piano solista, sería más popular todavía, pero se alegró de que Dvorak haya escogido la noble voz del violonchelo, instrumento que fue tan cercano a él en su niñez porque lo tocaba su padre.

El maestro Cedillo consideró que el Concierto para violonchelo de Dvorak es una obra de perfección absoluta: aun si se prescindiera de la intervención del violonchelo, sería una obra maravillosa por la calidad de la escritura para cada una de las secciones de la orquesta.

El análisis de la Cuarta sinfonía de Beethoven, realizado por Diemecke durante la entrevista, llevó a este cronista al máximo de los asombros: el lento, sombrío pasaje inicial hace alusión a la melodía de la secuencia Dies irae de la Misa de difuntos de la liturgia católica. En los casi setenta años de haber escuchado esta obra con relativa frecuencia, no se había percatado de esa característica, a pesar del encanto que para él tiene esa melodía del canto gregoriano, al grado de que, hace muchos años, constituía el tono de llamada de su teléfono celular.

De acuerdo con la costumbre que tanto le alabamos sus admiradores, Diemecke tomó el micrófono para dirigir unas palabras al auditorio segundos antes de habernos ofrecido una conmovedora interpretación de la Cuarta, sinfonía que se alza de la cotidianidad y sus miserias para alcanzar la más espiritual de las alegrías.

La alegría de esta música que no ha sido cubierta por la pátina del tiempo fue una demostración de que no ha muerto la sorpresa, ni nos hemos adaptado al milagro, como lo suponía Amado Nervo en Plenitud.

Tampoco el asombro es tan efímero como suponía el poeta nayarita, ni nos hemos adaptado a otro milagro: el de poder conmovernos, gracias a la tecnología, con un concierto como este.




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