Sunday, October 4, 2015

Centenario de Alejandro Avilés



Alejandro Avilés, poeta, periodista, pedagogo, cuidadano ejemplar, infatigable promotor de la cultura, nació el día de San Silvestre, como Revueltas, pero dieciséis años después del gran músico mexicano; es decir: el  31 de diciembre de 1915.    

La Brecha, cercana al mar, fue su terruño. Él pudo haber hecho suyas las palabras de John Steinbeck: "The Pacific is my home ocean". porque el rey de los océanos baña las costas sinaloenses y fue parte de su vida.  

 Desde estas remotas tierras en las que vivo, que también son bañadas por el Pacífico, quiero unirme a los homenajes programados. Con este propósito, incluyo en el blog cuatro anécdotas de mi autoría, leídas el 5 de octubre de 2013 en la presentación del libro Los claros días. Obra poética de Alejandro Avilés, en la edición de Benjamin Barajas, que tuvo lugar en la Ciudad de México.

I

La historia de escritores, poetas y músicos está llena de anécdotas curiosas que, en cierta forma, dan sabor a sus biografías.

La cercanía de muchos años con el poeta Alejandro Avilés (1915-2005) no sólo enriqueció mi vida, sino que permitió asomarme a la profundidad del alma del gran poeta sinaloense y universal.

Cuántas anécdotas conservo con tanto cariño en mi memoria, cuántas vivencias que forman ahora parte de mi vida.

Entre los numerosos viajes realizados a su lado en el curso de los años, hay uno que me dejó un recuerdo particularmente perdurable. Íbamos a la ciudad de San Luis Potosí para impartir unos cursos de periodismo organizados por Socorrito Blanch y resultó un hecho afortunado que en la primera ocasión solamente fuéramos Alejandro y yo, porque esto me permitió, mientras me encontraba al volante de mi Brasilia, recibir sin proponérmelo un extenso curso de poesía, filosofía, visión cristiana de la vida...

Todo comenzó con un análisis del Himno de los bosques, magnum opus del potosino Manuel José Othón. Lo primero que me asombró fue que dijo de memoria el extenso 
poema y en ningún momento recurrió a la consulta del libro que llevaba conmigo: la poesía completa de Othón, editada por el doctor Joaquín Antonio Peñalosa. 

Hubo un momento en que el Profe, como cariñosamente le llamábamos, sacó el pañuelo para enjugar sus lágrimas.

Alejandro Avilés sabía pasar de la meditación profunda al disfrute de las pequeñas situaciones de la vida cotidiana, y del rostro severo y  a veces distante, a la sonrisa franca y aun a la carcajada.


II

Alejandro Avilés era tan friolento que esta característica suya se convirtió en fuente de numerosas anécdotas.

En el viaje que hicimos desde la Ciudad de México a San Luis para dar un curso en la capital de aquel estado, el calor era tan exagerado que debía yo enjugarme el sudor de la frente para que pudiera manejar sin que éste entrara en los ojos y me nublara la vista.

Ya en los límites entre Querétaro y San Luis Potosí, me lamenté de que mi automóvil tuviera como único aire acondicionado la condición de bajar los cristales de las ventanillas que hasta entonces habían permanecido subidos por petición del Profe.

--Si quieres, baja los cristales, hermano -- me dijo al fin complaciente--. Quizá ya me vaya ir quitando el abrigo. Lo bueno es que tengo puestos mi saco y mi chaleco, y además traje suéter y bufanda.

Cuentan sus hijos que fueron una vez al mar con sus padres, doña  Eva y el Profe, quien se quedó leyendo un libro mientras ellos paseaban por la playa para disfrutar del sol y la luminosidad. No lo encontraron al regresar, por lo que empezaron a buscarlo. Acertaron a pasar por ahí unas personas, a quienes les preguntaron por un señor alto, maduro, que leía un libro. Parecía que nadie lo había visto, hasta que uno de los hijos dijo: "Un señor que lleva puesto un abrigo". En ese momento, todo el grupo de bañistas precisó con gritos de júbilo el lugar en que lo habían visto.

Alejandro Avilés participó en las reuniones que el papa Juan Pablo II tuvo en Puebla con los intelectuales. Algunos personajes de la ultra extrema derecha, defensores oficiosos de las más añejas tradiciones de la Santa Madre Iglesia, vertieron  en los periódicos sus ataques contra quien consideraban, no un "hombre de avanzada", sino un peligroso enemigo infiltrado en las filas del catolicismo.

A su regreso a la Ciudad de México, le dije: 

 --Alejandro, me enteré consternado de lo que pasó en Puebla. 

--Sí, hermano, qué desastre.

Insistí en que me encontraba muy contrariado por lo acontecido, por lo que él me vio con la simpatía que despierta quien se muestra solidario en los momentos de gran congoja.

Como noté que su rostro se ensombrecía, volví a la carga:

--¿No te parece que las personas que te atacaron son las verdaderamente peligrosas?

Su expresión de desconcierto me desconcertó a su vez. Se quitó los anteojos, me clavó
la mirada inquisitiva y me dijo:

--Óyeme, ¿pues de qué me estás hablando?

--Alejandro, de los ataques que fuiste víctima en Puebla por parte de un grupúsculo.

--Ay, hermano, yo creía que te referías a la pérdida de mi abrigo;  mi abrigo nuevo, fíjate nada más, el que me trajo mi hijo Alejandro de Suiza y que no supe dónde lo dejé.  ¿Acaso no te parece  esto una gran desgracia?


III

Nos encontrábamos Alejandro Avilés y yo en la capital potosina, a la que habíamos llegado tras un recorrido en automóvil en el que Manuel José Othón estuvo presente continuamente en nuestros pensamientos. 

Manifesté al gran poeta, periodista y maestro nacido en La Brecha, Sinaloa, mi agrado de estar por primera vez en mi vida en la tierra de Othón, el máximo poeta potosino, cuyo Himno de los bosques había tomado Miguel Bernal Jiménez para la obra coral en que trabajaba cuando lo fulminó un ataque cardiaco masivo durante unas vacaciones en León, Guanajuato.

A manera de asentimiento, me preguntó:

--¿Y quién te parece que sea el mejor poeta de Tabasco?

Respondí que aunque mi estado favorito, Tabasco, cuenta con Gorostiza y Pellicer, yo escogería a este último, por cuya obra siento una decidida admiración desde mis remotos años juveniles.

--¿Y de Zacatecas?

--Ramón López Verlarde, pero si consideramos a Dolores Castro como zacatecana, aunque haya nacido en Aguascalientes...

--¿Y de Nayarit?

--Mira, yo diría que Amado Nervo;  pero Tepic, su ciudad natal, pertenecía entonces a Jalisco. Esto me recuerda lo que dice la maestra María del Carmen Ruiz Castañeda: "No sé qué tiene Jalisco que da tantos literatos magníficos... Quizá sea el clima".

--Bien, bien, ¿y de Baja California?

--¡Sabe!

-- ¿Y de Quintana Roo?

--Mira, Alejandro, eso lo ignoro...

Y tomando aire, para que mi actitud tuviera tintes heroicos, exclamé:

--Lo que sí te puedo decir con toda seguridad es el nombre del mejor poeta... ¡sinaloense!

Con la más seráfica de sus sonrisas, el Profe respondió:

--No tanto, hermano, no tanto...

--No, Alejandro, yo me refiero a Gilberto Owen.

Una franca carcajada del Profe me alivió el malestar que había sufrido en cuanto me di cuenta de mi mala broma. Y qué lección de humildad y de sentido del humor recibí.

Alejandro Avilés me dijo un día: "Más que como periodista, comunicador y maestro, me gustaría que se me recordara como poeta".

Cuando comenté estas palabras a Rosario, a quien Alejandro llamaba "la hija del número perfecto", me respondió: "Todo eso lo fue, pero sobre todo, fue un gran ser humano".

Y como suelo seguir el consejo de Milan Kundera de hablar en tiempo presente del amor que sentimos por los que ya partieron, digo desde el fondo de mi corazón: "Alejandro, te queremos mucho".


IV

Quiero ahora referirme brevemente al poema "Semblantes de mujeres", de Alejandro Avilés, dedicado "A la mujer que supo ser como su madre" (doña Refugio Insunza):

Era trémula hoja 
de eucalipto en el viento de la tarde
y aromaba la casa de los hijos
como sí hubiera sido ella la madre.

Pasaba sin ruido
cual si temiese herir con su presencia
el amado recuerdo 
de la extinguida madre.

Su timidez en rama
como eucalipto al aire
perfumaba.



El poema "Semblantes de mujeres" cuenta con una asombrosa afinidad emotiva con el 

"Nocturno a mi madre", de Carlos Pellicer que comienza así:

Hace un momento
mi madre y yo dejamos de rezar...

Rezar con mi madre ha sido siempre
mi más perfecta felicidad.
Cuando ella dice la oración Magnifica, 
verdaderamente glorifica mi alma al Señor
y mi espíritu se llena de gozo para siempre jamás.

Y comparte esta afinidad con en poema "Refugio", de Dolores Castro, en que la amiga de Alejandro al que nunca habló de tú, se refiere a doña María, su madre.

Cito dos fragmentos:

Mi madre busca dónde refugiar su vejez. 
Vino de una ciudad en donde el viento canta...

Sus lejanos seis 
años son una 
partícula de polvo 
suspendida en un rayo de sol.

Gracias, maestra Lolita, por enriquecernos con su presencia en este homenaje al maestro Alejandro Avilés.

Y gracias a ustedes que, como yo, son miembros de la Iglesia de Avilés, en la que no sólo lo amamos, sino que nos amamos en él.

.........

A la manera de una coda, incluyo aquí el poema Contemplación, de este hombre tan querido:

1.
Hay una isla donde nace
la flor del canto
y se atempera el ccorazón del aire.

Hay una isla donde el viento
baja la voz, y el mar detiene el pulso,
y se remansa el tiempo.

2.
En la salada brisa, los sentidos
ábrense como flor a la armonía
que al aire suena y con el viento alumbra.

Y el corazón se entrega 
con la ola en el gozoso instante
en que se vuelve espuma.

3.
Voy descubriendo el goce 
de lo plural. Sobre la tersa playa, 
sigo la mansedumbre del espejo.

La noche me sorprende en abandono.
Y entre las aguas miro
multiplicado, el rostro de los cielos.

4.
Aquí he llegado, amigos,
ausente ya de todo.
En la huella del agua
y en la cifra del viento me conozco.

En las músicas ondas me recuerdo
y quedo entre vosotros
como si el acorde fuese un número
solo.










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