Friday, October 30, 2015

Más rico que Slim

El 29 de octubre, en el programa de televisión La hora de opinar, con Leo Zuckermann y Javier Tello, Fernando Savater respondió así cuado le preguntaron si leía mucho:

"Si por leer pagasen, tendría más dinero que Slim".

Y yo añadiría: "Si por leer pagasen y ese fuera su único ingreso, cuántas personas estarían hundidas en la pobreza extrema".


                                            Fernando Savater



Saldaña, Cardoza, Villoro: pensamientos afines


Hoy, 30 de octubre del 2015, se cumple un año de la muerte de Jorge Saldaña, personaje de la cultura mexicana a quien me referí hace cuatro días en a entrada de este blog, intitulada Saldaña y Veracruz; Veracruz y Saldaña.

Hoy volveré a centrarme en las palabras de Georgina, su hija menor, consignadas en ese libro. Tras recordar que durante su larga vida parisina se encontró lejos de su país, de su contexto de origen y del estilo de vida que tenía, confía:

"En el ocaso de su vida, decidió volver a su lugar de origen, Banderilla (Veracruz), donde se refugió en sus sabores, olores y paisajes de infancia. Su vida la terminó rodeado de sus mujeres, escuchando a Mozart y a Gabriel García Márquez en la voz de su esposa Lety".

Párrafos antes había comentado Georgina que, a pesar de ser misógino, su padre siempre vivió rodeado de mujeres; a las tres hijas que tuvo, a su mamá y a su esposa se refiere en esas líneas.

La decisión de Jorge Saldaña de retornar a su terruño después de haber vivido en la Ciudad Lux, me recuerda las palabras del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, quien también vivió lejos de su tierra:

"No amamos nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es la nuestra.

"En su territorio hay una región que es la región de nuestra infancia. Y en tal región, una ciudad o un pueblecillo. En el pueblecillo, una casa. En la casa, cuatro paredes viejas y manchadas, con muebles rústicos hechos por el carpintero de la familia, con árboles que nos dolió verlos abatir. En medio de la casa, una fuente de la cual nunca dejaremos de escuchar el canto.

"Todo se va replegando hasta llegar de la caja más grande a la más pequeña, del mundo a las cuatro paredes de la infancia, hasta la cuna y el ataúd. La tierra que caerá sobre esas cuatro tablas, cuando estemos de vuelta a geranios y quiebracejetes y nos empinemos en los árboles, es la tierra más dulce que existe. 

"La niñez va corriendo como un arroyo que canta. Remontamos la corriente hasta el manantial. Hasta el amor de nuestros padres. No amamos nuestra tierra por hermosa, por alegre o triste. Por su leyenda o su primitiva felicidad sin historia. La amamos porque es la nuestra".

Asimismo, ese deseo de Jorge Saldaña de refugiarse en los olores, sabores y paisajes de la infancia coincide con otro pensamiento, el de Juan Villoro, expresado en esta forma:

"Muchas veces concebimos la niñez como una arcadia donde todo es placentero. Gracias a la nostalgia, aquellos años que acaso fueron terribles se convierten en un campo que reverdece a medida que nos alejamos de él. Las virtudes que solemos atribuir a la niñez tienen menos que ver con lo que fue realidad que con las ganas de huir del presente".

Sí, señores. Hacia el final del breve camino de la cuna a la tumba, la nostalgia por la tierra y la infancia suele alcanzar proporciones inmensas.



Thursday, October 29, 2015

La Resurrección, frustrada



En los años que se agregaron ceros al valor de la moneda mexicana, nunca me imaginé que la entrega de dos mil pesos para que se desayunara uno de mis hijos en la mañana dominical, iba a marcar el destino del concierto que yo tanto anhelaba escuchar.

En la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl de la Ciudad de México y como obra única, estaba programada la Segunda Sinfonía, Resurrección, de Gustav Mahler, dirigida por Gilbert Kaplan, estadounidense que sería huésped de la Orquesta Sinfónica de Minería, una de las más prestigiosas del país.

Venía este hombre precedido por una asombrosa publicidad: se trataba de un magnate multimillonario pero aficionado, eso sí muy  capaz, a la dirección de orquesta. Como quiera que sea, su actividad se restringía a esa gigantesca obra mahleriana. ¡Y llegaría a la Ciudad de México en su avión privado!

No fue la curiosidad morbosa, sino el amor a la música de Mahler lo que me llevó a apresurarme para arribar temprano a las taquillas de la Sala Nezahualcóyotl.

Filas colosales

A pesar de que llegué a las taquillas 40 minutos antes del concierto, encontré filas colosales en cada una de ellas. Nervioso, decidí formarme en la menos desproporcionada y aposté a mi buena suerte.

Veinticinco minutos después, me encontraba a una distancia razonable de la ventanilla. Tan razonable, que pude leer el letrero siniestro: “Agotadas todas las localidades para el concierto de la Orquesta Sinfónica de Minería de los días sábado 13 y domingo 14 de agosto”.

—¿Qué no es ésta la fila para los boletos de la Segunda de Mahler? –pregunté entre descorazonado e ingenuo a mis vecinos de fila.

—No, mi amigo –respondió uno de ellos–, es para el próximo concierto de la temporada, el de la semana entrante. Los de éste se agotaron desde hace varios días.

Con la actitud del solista que toca una nota falsa en el último compás, decidí desandar los 45 kilómetros que separan el Centro Cultural Universitario de las colinas del municipio conurbado de Naucalpan. Pero había apostado a mi buena suerte, que no podía fallarme.

—Me sobra un boleto –anunció una señora–, ¿quién lo...?

Como cascada de corcheas en partitura de Bach, caímos varios pretendientes sobre ella. La expresión de súplica de mi rostro debe de haber sido más convincente que la de mis rivales, puesto que a mí extendió la mano.

—¿Cu... cuánto le debo? –la ametrallé tartamudo. —Dos  mil pesos.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo. Recordaba que tenía un billete de mil, una moneda de 500 y cinco de 100, justamente lo que necesitaba. Pero, oh, infortunio, el dinero se lo había dejado a mi hijo hora y media antes.

Los demás aspirantes trataron de aprovechar mi desconcierto. Uno de ellos agitó ante los ojos de la señora un billete de dos mil. Abrí apresurado el bolso de mano, ese bolso que escandaliza a mis hijos, al que llaman mariconera. El billete que traía era verde, con el retrato de Cárdenas, el del petróleo.  ¡El billete de diez mil!

—Tenga, señora, gracias.

Ella iba a entregarme el pase para el Paraíso, pero añadió:

—Sólo que no tengo cambio.

Mi primer intento fue dejarle ese billete de diez mil, pero era el único que llevaba.

—Espéreme –rogué–, corro a la cafetería a cambiar. Por favor no vaya a venderlo a otra persona.

Mi salvadora hizo una mueca de impaciencia y amenazó:

—No se tarde, ¿eh? Porque si no...

De unas zancadas llegué a la cafetería.

—Pronto, por favor, un café y un... un... rollo de canela. ¿Dónde pago?

Regresé con mi hada madrina justo a tiempo para evitar el último asalto de mis rivales.

—Tenga, señora, aquí están los dos mil pesos. Gracias, de veras muchas gracias.

El café fatal

Faltaban unos cinco minutos para el inicio del concierto. Recordé que había dejado en la barra mi café y el rollo de canela. Regresé a la cafetería y de dos tragos di cuenta de la bebida y envolví el pan en una servilleta de papel.

La muchacha me miró extrañada y me preguntó si quería más café. Ante mi titubeo, añadió:

—Es gratis.

Llenó nuevamente el vaso de plástico y de un trago vacié su contenido. Sentía la lengua y la garganta quemadas. Subí en tempo vivacísimo por las escaleras hasta la localidad del segundo piso, donde tuve la fortuna de encontrar una butaca vacía, y me dispuse a concentrarme en lo que habría de escuchar.

Ya habían entrado los instrumentistas y los cantantes. El espectáculo era hermoso: una orquesta de grandes proporciones cubría el abanico del proscenio. Los hombres vestían de impecable etiqueta y las blusas blancas de las muchachas brillaban como crestas de olas en aquel mar negro. Atrás de los instrumentistas se extendía la franja azul del cielo de los vestidos de las jóvenes del coro.

“Esto es un anticipo de la eterna bienaventuranza”, pensé, mientras las cuerdas iniciaban la sinfonía de mis amores, de 76 minutos de duración.

Se cierne el infortunio

Hacia el final del primer movimiento, Allegro maestoso, empecé a sufrir los efectos diuréticos de los dos cafés. De haber sido previsor, habría corrido al baño en el lapso relativamente largo entre ese movimiento y el segundo, Andante moderato. Debido a que está escrito en otra tonalidad, requiere una nueva afinación por parte de los músicos, lo que les lleva algún tiempo.

Para agravar mi infortunio, desaproveché también la pausa entre los movimientos segundo y tercero. Estaba en un grave apuro: en adelante, la música de esta sinfonía fluye en forma continua.

Oh, roja florecilla

Había perdido la concentración y ya no disfrutaba la música. Vivía nada más para cavilar en la forma más eficaz de solucionar mi angustioso problema.

En el momento de la aparición de la voz humana en esta sinfonía, cuando la contralto canta: “Oh, roja florecilla, el hombre yace en un gran dolor”, llegué a la crisis final.

Todavía logré escuchar los siguientes versos: “El hombre está en una gran tortura. Yo preferiría estar en el cielo”. Pensé entonces: “Preferiría estar en el baño, caramba” y tras abandonar la sala, me lancé presuroso.

Ajeno a la música, divagué por el camino sobre temas relacionados con la fisiología y, concretamente, sobre las funciones que suelen jugarnos malas pasadas. Recordé entonces cómo, en mi infancia, se consideraba de pésimo gusto hablar de esos temas: “No digas que vas al baño, niño –nos amonestaban–, sé pudoroso y di que vas a lavarte las manos”.

Asimismo, recordé el día en que una secretaria de reciente ingreso en la institución donde trabajo se puso intempestivamente de pie durante el dictado de un documento urgente y, a modo de disculpa, me dijo: “Perdone, señor, pero tengo un asunto muy importante que tratar". Cuando insistí en que debería terminar de tomarme el dictado, supe a qué se refería. Pensé: “Qué barbaridad, esta confesión habría sido considerada en mis tiempos una desvergüenza”. Pero fui comprensivo y di la anuencia para que fuera a resolver su asunto.

El Edén recobrado

“Oh, roja florecilla...” Qué florecilla ni qué nada. Ahora pensaba en otra canción: Agüita amarilla, cuyo argumento me comentaron, otra vez para mi asombro, unos compañeros de trabajo. Se trata de una agüita amarilla que corre frente a la casa de la amada; parte de ella es bebida por las vacas y la otra se evapora, se transforma en nubes, cae sobre el papá de la novia y hasta la mamá lava con ella... es que el doncel enamorado ha bebido quién sabe cuántas cervezas.

Llegué por fin al mezanine, donde se encuentra lo que constituía para mí el Edén recobrado. “Oh, roja florecilla, el hombre yace ahora en un gran dolor”. En una gran apuración a punto de resolver.

Instantes después, pude haberme sentido feliz otra vez, a no ser porque se  me había arruinado parte de la sinfonía.

¿Dónde estará mi boleto?

Allá iba nuevamente, corriendo escaleras arriba: “Roja florecilla, ya te has marchitado, pero me queda aún el coro final”, me dije aliviado.

—¡Un momento! –gritó una de las cuidadoras al cerrarme el paso en un descanso de la escalera–, sin boleto no puede pasar.

Al no encontrarlo al primer intento, traté sobresaltado de explicarle que yo sí tenía ese boleto, que había tenido necesidad de salir un momento a... a... lavarme las manos.

—¡Muéstreme el boleto, por favor! –rugió implacable.

Busqué en un bolsillo del saco, en el otro; en el bolsillo pectoral, en el de la camisa, en mi agenda, en mi cartera, en las bolsas del pantalón.

—Aquí debe de estar –le dije sonriendo para hacerme el simpático–; aquí, en mi bolso de mano.

Empecé a sacar cosas de la mariconera: el pañuelo, la otra agenda, el peine, la licencia de manejar, las llaves, mis anteojos, un kleenex, mis cafiaspirinas, un librillo de psicoterapia... ¡Nada!

—Oiga –supliqué–, déjeme pasar, se lo ruego. Yo sí tenía ese boleto. Mire: era azul, decía: “Segundo piso”. La empleada me miró entre conmovida y burlona:

—Ande, señor, recoja todas sus cosas y pase.

El Azteca

Regresé por fin al segundo piso, pero no había forma de reingresar en la sala. “Una pausa, una pausa, mi reino por una pausa –martillaba en mi cerebro la frase plagiada a Shakespeare– una pausa y me cuelo”.

Se acercó a mí un empleado de seguridad armado con un walkie-talkie y un rostro feroz.

—No tiene boleto, ¿verdad?

Traté de explicarle mi situación:

—Mire, yo estaba adentro; me pasó lo que a los niños, me dieron ganas de... y... Su rostro se suavizó:

—Entre sin hacer ruido.

Pero su susurro fue escuchado por una empleada, quien lo amonestó como si hubiera sido su marido:

—¡Ni pienses en abrir la puerta! Ahora van a tocar desde aquí unos músicos y tienen que hacerlo con esta puerta bien cerrada. ¿Pues qué te pasa?

En efecto, había sendos grupos de trompetas, cornos y percusiones en los extremos norte y sur de la sala, en el segundo piso. Seguían las indicaciones del director gracias a un circuito cerrado de televisión, el cual me permitió escuchar el final de esa Resurrección pasada por agua, aun cuando el sonido de las bocinas de los televisores haya sido muy mediocre.

Con envidia “de la mala” vi a través del grueso cristal doble que separa las localidades del vestíbulo cómo el público disfrutaba no sólo la música, sino el esplendor de la orquesta y el coro.

Me sentía desconsolado, como deben haberse sentido los israelitas a los que no les fue permitido llegar a la Tierra Prometida, que ya tenían a la vista.

Lo peor fue que las voces de los walkie-talkies de los empleados de seguridad acabaron con mi concentración:

 —Aquí el Alemán. Oye, Azteca, están haciendomucho ruido los compañeros en los pasillos. Cambio. Ah, sí, el Azteca fue quien quiso franquearme la puerta. Lo miré agradecido por su buena obra frustrada y me prometí no volver a tomar café antes de un concierto.

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Gilbert Kaplan nació el 3 de marzo de 1941 en la ciudad de Nueva York. Además de ser un multimillonario hombre de negocios y un director de orquesta aficionado que inclusive ha actuado al frente de la New York Philharmonic (para escándalo de algunos instrumentistas del conjunto), fundó la revista Institutional Investor y se ha dedicado al periodismo.

En el libro conmemorativo del trigésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica de Minería, se explica así la incorporación al programa de la Academia de Música del Palacio de Minería de Gilbert Kaplan:

"Saturnino Suárez y Luis Herrera de la Fuente debieron aceptar la 'amistosa presión' del Secretario de Hacienda, que había sido compañero de estudios de Kaplan, para que lo invitaran a dirigir la Orquesta, lo que resultó, por cierto, muy exitoso.

“¿Cómo le dices al Secretario de Hacienda que no?”, dice don Luis irónicamente. “Es como si un monstruo te dice: o me firmas aquí o te mueres... pues firmas”.

(Esta anécdota fue pubicada en el libro Allegro Molto. Sesenta años de anécdotas musicales, por Luzam, México, en 2010.  Es el volumen número tres de la colección Biblioteca Musical Mínima y este bloguero es su autor. El texto ofrecido aquí es una nueva versión de aquel).



Tuesday, October 27, 2015

Cosecha de letras (momoxcas)

Cosecha de letras (momoxcas) es un libro que, si recurriéramos a una frase gastada, diríamos que "todavía huele a tinta".

El olor a tinta no lo perdió en el trayecto de 3,500 km, vía Correos México, desde 
Malacachtépec Momoxco hasta la ciudad de Soledad, situada en el corazón del Valle de Salinas, en la costa central californiana.

Antes de proseguir, conviene precisar que Malacachtépec Momoxco es el nombre de una confederación de pueblos de origen náhuatl que vivían desde la época prehispánica en la vertiente norte de la sierra de Ajusco-Chichinauhtzin.

En la Colonia, los españoles residentes en el valle situado entre los volcanes Tláloc y Teutli, el cual había constituido el centro de la federación momoxca, lo llamaron Milpa Alta, nombre que se conserva, a pesar de que la eufónica denominación náhuatl Malacachtépec Momoxco perdura orgullosamente en el habla de estos milpaltenses que tienen a la lengua de sus antepasados en el más alto de los honores.

Es Milpa Alta una de las 16 delegaciones políticas del Distrito Federal, la más distante del corazón de la Ciudad de México y la más sureña. Como quiera que sea, Milpa Alta forma parte de la gran metrópoli, una de las más grandes y pobladas del mundo, puesto que en la actualidad los términos Distrito Federal y Ciudad de México son prácticamente equivalentes.

En la presentación que hace Juana Reyes, compiladora de esta cosecha literaria, recuerda las palabras de Abigael Bohórquez, el poeta sonorense que hizo suyo a Malacachtépec Momoxco por derecho de amor: "En Milpa Alta nunca pasa nada", lo que me recuerda las palabras del tabasqueño Carlos Pellicer, referidas a otro lugar: "Aquí no suceden cosas de mayor trascendencia que las rosas".

 Ahora sí que están ocurriendo cosas en la región milpaltense que vive un renacimiento cultural como lo demuestra, entre otras cosas, este libro nacido gracias al entusiasmo con el que promueve la cultura la maestra Reyes, quien actualmente participa en el Programa Niños Talento, a los que imparte Creación Literaria en el DIF Tláhuac.

Tiene razón la maestra Teresa Dey en el prólogo de este libro, al que dio el nombre de Los xilotes momoxcas, cuando afirma que "le parece un acierto titular un libro Cosecha de letras, (porque es) producto del cultivo de la palabra desde un taller literario llamado Sembradores de la Semilla, precisamente en la preciosa y fértil tierra de Milpa Alta".

No menos acertado es el epígrafe que recoge estas palabras de Marguerite Yourcenar:

La lectura es un acto de apropiación.
     La escritura es un acto de amor.

Sesenta y cinco páginas recogen relatos, vivencias, poemas y pensamientos de los talleristas, cuyas edades van de los años de la temprana juventud hasta los ocho, recientemente cumplidos por Sarita Longines, precoz cuentista, pasando por Itza Chavira, de catorce.

La mayoría de los autores son profesionistas: Martha Retana, Makario Xochime, Yoliztlixóchitl y Tonatiuh Guerrero.

Aurora Nataniel Chavira es pasante de la carrera de Médico Veterinario y Zootecnista. Es la única mujer en Milpa Alta que trabaja la forja artística y, adicionalmente, construye casas orgánicas; es decir: elaboradas con tierra y piedra.

En una próxima entrada analizaré algunos de los textos sobresalientes de este libro, entre los que se encuentra La Llorona del Momoco, de Yoliztlixóchitl, infatigable promotora de la cultura. Entre las actividades notables suyas se encuentra, por mencionar una sola de ellas, el montaje de la pastorela La caja misteriosa, presentada en los doce pueblos de Milpa Alta.                          


     
                               
    Diseño de portada: Flor Liliana Chavira Reyes
     Ilustración de portada: Makario Xochime                               





Monday, October 26, 2015

Stravinsky. Su vida. Su obra. Sus ballets

                                Stravinsky. Su vida. Su obra. Sus ballets

 

                         

 

Para Luis Pérez Santoja, 

stravinskiano de corazón

 

 

Sobre Igor Stravinsky (1882-1971) se ha escrito un tsunami de palabras. El intento de añadir una sola coma equivaldría a verter una gota de agua en la descomunal ola marina.

 

A pesar de esta convicción, haré una infinitesimal aportación al impetuoso oleaje.

 

Mi primer contacto con su música ocurrió a principios de los años 40, cuando apenas llegaba yo al uso de razón. En aquella época, que ahora me parece perteneciente al último periodo del paleozoico, el nombre del que sería el héroe de mi juventud no me decía nada; pero lo escuchado sí que me conmovió. 

 

Este insospechado encuentro se dio gracias a un segmento de la película Fantasia (1940), de Walt Disney (1901-1966), en la que un Tyranosaurus Rex se traba en combate a muerte con un Stegosaurus mientras la música contribuye a estremecer a los espectadores.

 

Ya en la adolescencia, supe que aquella música sobrecogedora formaba parte de Le sacre du printemps,título en francés equivalente al de Vesna Sviashchennaya,en ruso, y a La consagración de la primavera, en español, el ballet que había dado en 1913 un vuelco a la música del siglo XX, considerado por Aaron Copland (1900-1990) como el máximo logro orquestal de  nuestro tiempo.

 

Años después, me entregué a la tarea de revisar cada mes la programación de la benemérita radiodifusora XELA, Buena Música en México, que venía consignada en su revista Carnet Musical. Quería ver si La consagración de la primavera estaba incluida en ella, con el fin de estar pendiente de sintonizar el programa.

 

Corrían los años 50 y la fama de Stravinsky en México superaba la de todos los compositores contemporáneos suyos, aun cuando su obra provocaba las más enconadas polémicas entre los melófilos, lo que era un eco lejano de lo sucedido en otros países.

 

Por una parte, escuchábamos que el artista del siglo no era un pintor, escultor o poeta, sino un músico: Igor Stravinsky; por otra, se aseguraba que después de los tres primeros ballets: L’Oiseau de Feu, Pétrouchka y Le Sacre du  Printemps, no había compuesto nada importante. Cómo se lamentaban de “la traición a su bendito periodo ruso” y lo urgían retomarlo.

 

Es más: quienes llegaron a llamarlo Señor de las Caravanas con Sombrero Ajeno, por el empleo inveterado de materiales de colegas suyos, jamás repararon en que Stravinsky era el Rey Midas de la música.

 

¿Y su partitura sobre los años trágicos?

 

Para colmo, le reclamaban “haber atravesado indiferente la angustia de los años trágicos para la humanidad y haber llegado a la posguerra con las manos vacías”.

 

Sus detractores aseguraban que no había compuesto nada significativo durante los años de la segunda Guerra Mundial, como lo habían hecho, entre otros, Benjamin  Britten (1913-1976), con la Sinfonia da Requiem; Bohuslav Martinu (1890-1959), con su Doble concierto,terminado en Suiza el 29 de septiembre de 1938, día en que Checoslovaquia, su patria, fue desmembrada; Alexandre Tansman (1897-1986), con su Rapsodia polaca,dedicada a los defensores de Varsovia, en la que cita el himno Polonia no ha perecido todavía; Dmitri Shostakovich (1906-1975), con la Séptima sinfonía, compuesta parcialmente durante el sitio nazi,  con la que glorifica a la heroica ciudad de Leningrado; Béla Bartók (1881-1945), con el Concierto para orquesta, y Aaron Copland (1900-1990), con la Tercera sinfonía, que contiene una cita de su Fanfarria para el hombre comúnescrita ésta en 1942, año en que las tropas estadounidense desembarcaron en África del norte.

 

Sus partidarios no compartíamos esa opinión: amábamos por igual al Stravinsky del “bendito periodo ruso” y al Stravinsky del neoclásico, como luego aceptaríamos al Stravinsky de la inesperada conversión al método de Arnold Schoenberg (1874-1951).

 

Demiurgo de poder titánico

 

Alrededor de 1950 recibimos asombrados la noticia de que Igor Stravinsky componía a los 68 años “la obra de su vida”. ¿Acaso la obra de su vida no es Le sacre du printemps, nos preguntábamos?

 

La verdad es que nos desconcertó que se tratara de una ópera, The Rake’s Progress, dotada de un idioma neobarroco y formas italianas del siglo XVIII.

 

Algunos stravinskianos sinceros expresaron su decepción, pero otros que quizá lo comprendían mejor no quedaron defraudados: persistían en su admiración por la música del compositor que se negó a recorrer el mismo camino, el artista del que Nicolas Slonimsky (1894-1995) haría años después este elogio:

 

Demiurgo de poder titánico cuyo genio único lo proyectó al mundo al trascender su inicio ruso para alcanzar la universalidad de los recursos técnicos, hasta completar el ciclo de la expansión creativa al haber adoptado el método de composición serial durante sus últimos años terrenales.

 

Stravinsky en el Auditorio Nacional

La vieja ilusión de conocer en persona a Stravinsky se cumplió para mí en 1960; es decir, casi veinte años después del primer encuentro con Le sacre du printemps.

 

Desafortunadamente, tengo recuerdos antagónicos de aquella ocasión.

 

Con mucho tiempo de anticipación había preparado la asistencia al concierto que colmaba mis anhelos. Casi no pude dormir la noche anterior y, eufórico, me levanté temprano en la mañana de la gran ocasión.

 

Al llegar al Auditorio Nacional en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, junto al Campo Marte, mi primera decepción fue la de percatarme que el boleto conseguido sólo me daba acceso a una localidad alta, sumamente alejada del escenario y para colmo, los instrumentistas de la Orquesta Sinfónica Nacional vestían abigarrados trajes de calle, lo que discrepaba de la importancia del concierto.

 

Desde el primer momento me di cuenta de que el público no estaba formado por conocedores; vaya, ni siquiera se encontraba ahí lo que podría considerarse el melófilo promedio.

 

Como quiera que haya sido, la entrada de Stravinsky en el proscenio me dejó profundamente conmovido.

Qué amor filial sentí por aquel hombrecillo cuyo rostro apenas alcanzaba a distinguir, un señor 18 años mayor que mi padre.

 

Instante de desconcierto

 

Sobre todo, me enterneció Stravinsky cuando dirigió Pétrouchka. En un pasaje de esta obra, el anciano músico tuvo dificultad para volver una hoja de la partitura, lo que al fin logró con el índice ensalivado, por lo que los instrumentistas tuvieron un instante de desconcertado silencio.

 

Lo sucedido ese año en la Orquesta Sinfónica Nacional Argentina, narrado por Pablo Bardín, se parece tanto a la presentación de Stravinsky en México, que conviene citarlo:

 

Llegamos a un acontecimiento máximo en la historia de la Sinfónica: actuó dos veces nada menos que Igor Stravinsky dirigiendo obras suyas en la segunda parte, mientras su amanuense Robert Craft dirigía la primera parte en ambos conciertos. Si bien la calidad interpretativa se resintió por la edad del compositor, el evento tuvo una repercusión extraordinaria y comprensible: estaba en nuestra ciudad el compositor más famoso del siglo.

 

Coloso de Rodas

 

La fama mundial de Stravinsky recuerda las palabras de Ian Frazer, publicadas en la revista The Newyorker:

 

Compositor, director de orquesta, crítico, maestro, iconoclasta y gran persona, se alza en el siglo como un coloso con sus pies en dos continentes. Respetado y popular en Europa por componer obras como Le sacre du printemps, ha llegado a ser tan importante si no es que más todavía en Estados Unidos, su país de adopción.

 

Igor Fedorovich Stravinsky se convirtió en ciudadano estadounidense el 28 de diciembre de 1945, cuando renunció a su ciudadanía anterior, la francesa, que había obtenido el 10 de junio de 1934. 

 

Hay quien asegura que en alguna ocasión confesó públicamente que ignoraba cuál sería la nacionalidad que adoptaría si estallara una tercera Guerra Mundial.

 

Los Ángeles, Moscú, Nueva York

 

En la urbe californiana originalmente llamada Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río Porciúncula (hoy día simplemente Los Ángles), vivió Stravinsky el mayor tiempo de su vida. En ella encontró el ambiente cultural propicio gracias a la amistad con numerosos artistas, músicos, intelectuales y escritores europeos que huyeron de la vesania nazi. Sin embargo, radicó en Nueva York los dos últimos años de su vida.

 

Por recomendación de Robert Craft (1923), el compositor, director de orquesta, escritor y fiel confidente de Stravinsky, el compositor ruso-francés-estadounidense regresó en 1962 a su nativa Rusia tras una ausencia de 48 años.

 

El 26 de septiembre de ese año, dirigió frente a la Orquesta Sinfónica Estatal de Moscú dos obras suyas: Ode(1944), “canto elegiaco a la memoria de Natalie Koussevitzky”, fallecida en 1942, y la suite del ballet Orpheus (1947). 

 

Robert Craft, “amanuense”, “factotum” o “fámulo”, como también se le ha llamado peyorativa e injustamente, dirigió Le sacre du printemps. Stravinsky regresó al podio para ofrecer su arreglo de 1917 de la tradicional Canción de los boteros del Volga.

 

Importancia de los ballets

 

Muy significativa resulta la decisión de Stravinsky de haber escogido para esa ocasión única en su vida dos partituras de ballet, puesto que su música para este arte constituye lo más representativo de su producción. Quizá solamente la Symphonie de Psaumes, de 1930, “compuesta para la gloria de Dios y dedicada a la Sinfónica de Boston en su cincuentenario”, sea tan amada por el stravinskiano medio como sus ballets del periodo ruso.

 

Curiosamente, los ballets de Stravinsky se convirtieron en los pararrayos de la furia de los misoneístas, los autonombrados jueces y críticos que sufren un rechazo patológico ante cualquier cambio y se creen erigirse en defensores de las tradiciones; los que afirman, entre otras sandeces, que la buena música murió con Johannes Brahms (1833-1897).

 

Torrente ígneo

 

La más somera inclusión del torrente ígneo contra los ballets de Stravinsky superaría el espacio disponible de este trabajo. He aquí, por tanto, unas cuantas muestras:

 

“Es la más discordante composición jamás escrita. Nunca el culto a la nota falsa había sido aplicado con tal habilidad, celo y ferocidad”, escribió entre otros improperios Pierre Lalo, en Le Temps, de París, el 3 de junio de 1913.

 

“El auditorio del Ballet Russe reaccionó hacia esta nueva obra, Le sacre du printemps, con gritos destemplados y risas, interrumpidas por los aplausos de unos cuantos iniciados”, consignó Henri Postel du Mas, en Gil Blas, el 4 de junio de ese año.

 

“La música de Le sacre du printemps desafía toda descripción verbal. Decir que gran parte de ella es repulsiva, sería hacer una cortés descripción. Ciertamente, se  puede rastrear en ella el ímpetu del ritmo; pero prácticamente esta obra no tiene ninguna relación con la música, al menos como la mayoría de nosotros entiende esta palabra” se dijo en una crónica de The Musical Times,de Londres, el 1 de agosto de 1913.

 

Nueve años después, el 4 de marzo de 1922, se escribían estas palabras en la publicación North American, de Filadelfia: “El reptar del paleozoico recreado con los recursos de la orquesta moderna, el caos primitivo, sin una tonalidad definida y casi informe excepto por su incesante batir rítmico, hizo que, comparado con él,  las melodías del tom-tom de las gentiles tribus del Congo nos parecieran exquisitas”.

 

Algo parecido dijo Louis C. Elson, en el periódico Daily Advertiser de Londres, el 4 de marzo de 1907, al referirse a La Mer, de Claude Debussy (1862-1918): “Si esto es música, preferiríamos abandonar a la Doncella Celestial hasta que se sobreponga a sus ataques histéricos”.

 

Qué justificada resulta la admiración que sentía Stravinsky por su genial colega francés, a cuya memoria compuso Symphonies d’instruments à vent.

 

 

Acre controversia

 

Juez condenatorio del Stravinsky del último periodo fue Paul Henry Lang (1901-1991), musicólogo, crítico e instrumentista estadounidense de origen húngaro, que había sido discípulo de Zoltán Kodály (1882-1967) y Béla Bartók (1881-1945).

 

Tras el estreno de Noah and the Flood (Noé y el Diluvio), “espectáculo bíblico narrado, con mímica, canto y danza”, realizado el 14 de junio de 1962, Stravinsky envió desde Hamburgo, Alemania, un cable furibundo al periódico Herald Tribune de Nueva York, que lo había cubierto.  Éstas fueron sus acres palabras:

 

De los centenares de crónicas sobre Noah and the Flood, mi obra de Nueva York, la mayoría de ellas gratamente desfavorables como han sido todas  las recibidas desde mi opus uno, de 1905, sólo encontré que la de ustedes es totalmente estúpida y supura malicia gratuita. Lo único que me desanima en mi octogésimo cumpleaños es que a mi edad, probablemente no celebraré el funeral de su senil columnista musical.   

 

Lang, el autor de la columna, respondió así en la misma publicación: 

 

Stravinsky está atrapado en su propia limitación e intolerancia y se encuentra tan cegado por la alabanza de sus incondicionales ávidos de justificar su adhesión al campo de los doce tonos, que se lanza en instantáneos ataques contra cualquiera que se atreva a expresar una opinión independiente sobre su obra.

 

Quizá Stravinsky pudo haber optado por ignorar a su detractor, como solía hacerlo John Steinbeck (1902-1968):

 

Jamás en mi vida he respondido a la crítica. Es un juego perdido: podemos responder al crítico una vez, pero él cuenta con una columna diaria. 

 

El providencial empresario

 

La vertiginosa carera de Stravinsky comenzó con la providencial presencia en su vida de Serguéi  Diáguilev (1872-1929), creador del Ballet Russe, quien encargó al alumno de Nikolai Rimski-Kórsakov (1844-1908), la orquestación de un par de piezas de Frédéric Chopin (1810-1849) para el ballet Las sílfides.

 

Posteriormente, el empresario quiso contar con un ballet compuesto ex profeso para su compañía, por lo que escogió un cuento popular ruso, El pájaro de fuego, y se puso en contacto con Anatoly Liadov (1855-1914) para la composición de la música.

 

Se dice que, tiempo después de concretado el encargo, Diáguilev preguntó al compositor cómo iba su partitura. “Bien -–le respondió--, ya pedí el papel pautado para que me pueda poner a trabajar en seguida.

 

Quizá haya algo de leyenda en esto, pero la verdad es que dada la lentitud de Liadov, Diáguilev lo relevó del compromiso y encargó la partitura a Stravinsky. Por tanto, los fieles de la iglesia stravinskiana consideran que ésa fue la mejor contribución de Liadov al mundo de la música y están agradecidos con él.

 

L’Oiseau de Feu tomó por sorpresa a París y al mundo. Fue algo así como el sobresalto que suele provocar en el público la irrupción repentina de la Danza infernal del rey Katschei, “una orgía salvajemente sincopada”, en palabras de Slonimsky.

 

Hacia las cumbres

 

Se había abierto el camino que ascendería hasta las cumbres del ballet. ¿Qué melófilo sincero, stravinskiano o no, deja de rendir un culto de máximo honor a partituras como las de Petróuchka, Les Noces, Pulcinella, Jeu de Cartes, Le Baiser de la Fée, Orpheus, Apollon Musagète, L’Histoire du Soldat y la tantas veces mencionada Le sacre du printempsen la que, por cierto, debutó en la orquesta sinfónica el güiro cubano?

 

Stravinsky, hombre universal, recurrió, además de su lengua materna, a idiomas como el francés, el inglés y el latín; trabajó sobre textos de Aleksandr Pushkin (1799-1837), William Shakespeare (1564-1616), Dylan Thomas (1914-1953), T. S. Eliot (1888-1965), W. H. Auden (1907-1973), Chester Kallman (1921-1975) y  el libro del Génesis, entre otros.

 

No le fueron ajenos el arte medieval, el sentimiento religioso, el mundo helénico, la pintura de todos los tiempos, la música antigua, la del Oriente, la barroca, el jazz, el blues...

 

Hombre sensible, recordaba que el momento más amargo de su vida había ocurrido cuando, tras la muerte de Rimski-Kórsakov (1844-1908), no sólo maestro sino segundo padre al que velaban, la viuda le dijo: “¿Por qué tan triste? ¡Todavía nos queda Glazunov!”

 

En el eje del Universo

 

La tumba de Stravinsky se encuentra en San Michelle, Venecia, cerca de la de Diáguilev.

 

En el número 6340 del Paseo de la Fama, en Hollywood, brilla en la acera una estrella en su honor.

 

En el Salón de la Fama “Cornelius Vanderbilt Whitney” del Museo Nacional de la Danza, en Saratoga, Nueva York, el nombre de Stravinsky comparte su sitio con el de personajes como Fred Astaire (1899-1987), Isadora Duncan (1887-1927),  Martha Graham (1894-1991), José Limón (1908-1972), Anna Sokolow (1910-2000) y Michael Jackson (1958-2009).

 

Ahí se hallan también los nombres de George Balanchine (1904-1983), Leonide Massine (1896-1979) y Jerome Robbins (1918-1998), personajes importantes en la obra de Stravinsky, aunque no figuran Vaslav Nijinsky (1890-1950) y Serguéi  Diáguilev (1872-1929).

 

Como quiera que sea, el verdadero sitio de Stravinsky se encuentra en el cerebro humano, por donde atraviesa, en palabras de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), el eje del Universo.

 

O, en sentido figurado, lo llevamos en el corazón.



Demiurgo de poder titánico cuyo genio único lo proyectó al mundo al trascender su inicio ruso para alcanzar la universalidad de los recursos técnicos, hasta completar el ciclo de la expansión creativa al haber adoptado el método de composición serial durante sus últimos años terrenales.

 

Stravinsky en el Auditorio Nacional

La vieja ilusión de conocer en persona a Stravinsky se cumplió para mí en 1960; es decir, casi veinte años después del primer encuentro con Le sacre du printemps.

 

Desafortunadamente, tengo recuerdos antagónicos de aquella ocasión.

 

Con mucho tiempo de anticipación había preparado la asistencia al concierto que colmaba mis anhelos. Casi no pude dormir la noche anterior y, eufórico, me levanté temprano en la mañana de la gran ocasión.

 

Al llegar al Auditorio Nacional en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, junto al Campo Marte, mi primera decepción fue la de percatarme que el boleto conseguido sólo me daba acceso a una localidad alta, sumamente alejada del escenario y para colmo, los instrumentistas de la Orquesta Sinfónica Nacional vestían abigarrados trajes de calle, lo que discrepaba de la importancia del concierto.

 

Desde el primer momento me di cuenta de que el público no estaba formado por conocedores; vaya, ni siquiera se encontraba ahí lo que podría considerarse el melófilo promedio.

 

Como quiera que haya sido, la entrada de Stravinsky en el proscenio me dejó profundamente conmovido.

Qué amor filial sentí por aquel hombrecillo cuyo rostro apenas alcanzaba a distinguir, un señor 18 años mayor que mi padre.

 

Instante de desconcierto

 

Sobre todo, me enterneció Stravinsky cuando dirigió Pétrouchka. En un pasaje de esta obra, el anciano músico tuvo dificultad para volver una hoja de la partitura, lo que al fin logró con el índice ensalivado, por lo que los instrumentistas tuvieron un instante de desconcertado silencio.

 

Lo sucedido ese año en la Orquesta Sinfónica Nacional Argentina, narrado por Pablo Bardín, se parece tanto a la presentación de Stravinsky en México, que conviene citarlo:

 

Llegamos a un acontecimiento máximo en la historia de la Sinfónica: actuó dos veces nada menos que Igor Stravinsky dirigiendo obras suyas en la segunda parte, mientras su amanuense Robert Craft dirigía la primera parte en ambos conciertos. Si bien la calidad interpretativa se resintió por la edad del compositor, el evento tuvo una repercusión extraordinaria y comprensible: estaba en nuestra ciudad el compositor más famoso del siglo.

 

Coloso de Rodas

 

La fama mundial de Stravinsky recuerda las palabras de Ian Frazer, publicadas en la revista The Newyorker:

 

Compositor, director de orquesta, crítico, maestro, iconoclasta y gran persona, se alza en el siglo como un coloso con sus pies en dos continentes. Respetado y popular en Europa por componer obras como Le sacre du printemps, ha llegado a ser tan importante si no es que más todavía en Estados Unidos, su país de adopción.

 

Igor Fedorovich Stravinsky se convirtió en ciudadano estadounidense el 28 de diciembre de 1945, cuando renunció a su ciudadanía anterior, la francesa, que había obtenido el 10 de junio de 1934. 

 

Hay quien asegura que en alguna ocasión confesó públicamente que ignoraba cuál sería la nacionalidad que adoptaría si estallara una tercera Guerra Mundial.

 

Los Ángeles, Moscú, Nueva York

 

En la urbe californiana originalmente llamada Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río Porciúncula (hoy día simplemente Los Ángles), vivió Stravinsky el mayor tiempo de su vida. En ella encontró el ambiente cultural propicio gracias a la amistad con numerosos artistas, músicos, intelectuales y escritores europeos que huyeron de la vesania nazi. Sin embargo, radicó en Nueva York los dos últimos años de su vida.

 

Por recomendación de Robert Craft (1923), el compositor, director de orquesta, escritor y fiel confidente de Stravinsky, el compositor ruso-francés-estadounidense regresó en 1962 a su nativa Rusia tras una ausencia de 48 años.

 

El 26 de septiembre de ese año, dirigió frente a la Orquesta Sinfónica Estatal de Moscú dos obras suyas: Ode(1944), “canto elegiaco a la memoria de Natalie Koussevitzky”, fallecida en 1942, y la suite del ballet Orpheus (1947). 

 

Robert Craft, “amanuense”, “factotum” o “fámulo”, como también se le ha llamado peyorativa e injustamente, dirigió Le sacre du printemps. Stravinsky regresó al podio para ofrecer su arreglo de 1917 de la tradicional Canción de los boteros del Volga.

 

Importancia de los ballets

 

Muy significativa resulta la decisión de Stravinsky de haber escogido para esa ocasión única en su vida dos partituras de ballet, puesto que su música para este arte constituye lo más representativo de su producción. Quizá solamente la Symphonie de Psaumes, de 1930, “compuesta para la gloria de Dios y dedicada a la Sinfónica de Boston en su cincuentenario”, sea tan amada por el stravinskiano medio como sus ballets del periodo ruso.

 

Curiosamente, los ballets de Stravinsky se convirtieron en los pararrayos de la furia de los misoneístas, los autonombrados jueces y críticos que sufren un rechazo patológico ante cualquier cambio y se creen erigirse en defensores de las tradiciones; los que afirman, entre otras sandeces, que la buena música murió con Johannes Brahms (1833-1897).

 

Torrente ígneo

 

La más somera inclusión del torrente ígneo contra los ballets de Stravinsky superaría el espacio disponible de este trabajo. He aquí, por tanto, unas cuantas muestras:

 

“Es la más discordante composición jamás escrita. Nunca el culto a la nota falsa había sido aplicado con tal habilidad, celo y ferocidad”, escribió entre otros improperios Pierre Lalo, en Le Temps, de París, el 3 de junio de 1913.

 

“El auditorio del Ballet Russe reaccionó hacia esta nueva obra, Le sacre du printemps, con gritos destemplados y risas, interrumpidas por los aplausos de unos cuantos iniciados”, consignó Henri Postel du Mas, en Gil Blas, el 4 de junio de ese año.

 

“La música de Le sacre du printemps desafía toda descripción verbal. Decir que gran parte de ella es repulsiva, sería hacer una cortés descripción. Ciertamente, se  puede rastrear en ella el ímpetu del ritmo; pero prácticamente esta obra no tiene ninguna relación con la música, al menos como la mayoría de nosotros entiende esta palabra” se dijo en una crónica de The Musical Times,de Londres, el 1 de agosto de 1913.

 

Nueve años después, el 4 de marzo de 1922, se escribían estas palabras en la publicación North American, de Filadelfia: “El reptar del paleozoico recreado con los recursos de la orquesta moderna, el caos primitivo, sin una tonalidad definida y casi informe excepto por su incesante batir rítmico, hizo que, comparado con él,  las melodías del tom-tom de las gentiles tribus del Congo nos parecieran exquisitas”.

 

Algo parecido dijo Louis C. Elson, en el periódico Daily Advertiser de Londres, el 4 de marzo de 1907, al referirse a La Mer, de Claude Debussy (1862-1918): “Si esto es música, preferiríamos abandonar a la Doncella Celestial hasta que se sobreponga a sus ataques histéricos”.

 

Qué justificada resulta la admiración que sentía Stravinsky por su genial colega francés, a cuya memoria compuso Symphonies d’instruments à vent.

 

 

Acre controversia

 

Juez condenatorio del Stravinsky del último periodo fue Paul Henry Lang (1901-1991), musicólogo, crítico e instrumentista estadounidense de origen húngaro, que había sido discípulo de Zoltán Kodály (1882-1967) y Béla Bartók (1881-1945).

 

Tras el estreno de Noah and the Flood (Noé y el Diluvio), “espectáculo bíblico narrado, con mímica, canto y danza”, realizado el 14 de junio de 1962, Stravinsky envió desde Hamburgo, Alemania, un cable furibundo al periódico Herald Tribune de Nueva York, que lo había cubierto.  Éstas fueron sus acres palabras:

 

De los centenares de crónicas sobre Noah and the Flood, mi obra de Nueva York, la mayoría de ellas gratamente desfavorables como han sido todas  las recibidas desde mi opus uno, de 1905, sólo encontré que la de ustedes es totalmente estúpida y supura malicia gratuita. Lo único que me desanima en mi octogésimo cumpleaños es que a mi edad, probablemente no celebraré el funeral de su senil columnista musical.   

 

Lang, el autor de la columna, respondió así en la misma publicación: 

 

Stravinsky está atrapado en su propia limitación e intolerancia y se encuentra tan cegado por la alabanza de sus incondicionales ávidos de justificar su adhesión al campo de los doce tonos, que se lanza en instantáneos ataques contra cualquiera que se atreva a expresar una opinión independiente sobre su obra.

 

Quizá Stravinsky pudo haber optado por ignorar a su detractor, como solía hacerlo John Steinbeck (1902-1968):

 

Jamás en mi vida he respondido a la crítica. Es un juego perdido: podemos responder al crítico una vez, pero él cuenta con una columna diaria. 

 

El providencial empresario

 

La vertiginosa carera de Stravinsky comenzó con la providencial presencia en su vida de Serguéi  Diáguilev (1872-1929), creador del Ballet Russe, quien encargó al alumno de Nikolai Rimski-Kórsakov (1844-1908), la orquestación de un par de piezas de Frédéric Chopin (1810-1849) para el ballet Las sílfides.

 

Posteriormente, el empresario quiso contar con un ballet compuesto ex profeso para su compañía, por lo que escogió un cuento popular ruso, El pájaro de fuego, y se puso en contacto con Anatoly Liadov (1855-1914) para la composición de la música.

 

Se dice que, tiempo después de concretado el encargo, Diáguilev preguntó al compositor cómo iba su partitura. “Bien -–le respondió--, ya pedí el papel pautado para que me pueda poner a trabajar en seguida.

 

Quizá haya algo de leyenda en esto, pero la verdad es que dada la lentitud de Liadov, Diáguilev lo relevó del compromiso y encargó la partitura a Stravinsky. Por tanto, los fieles de la iglesia stravinskiana consideran que ésa fue la mejor contribución de Liadov al mundo de la música y están agradecidos con él.

 

L’Oiseau de Feu tomó por sorpresa a París y al mundo. Fue algo así como el sobresalto que suele provocar en el público la irrupción repentina de la Danza infernal del rey Katschei, “una orgía salvajemente sincopada”, en palabras de Slonimsky.

 

Hacia las cumbres

 

Se había abierto el camino que ascendería hasta las cumbres del ballet. ¿Qué melófilo sincero, stravinskiano o no, deja de rendir un culto de máximo honor a partituras como las de Petróuchka, Les Noces, Pulcinella, Jeu de Cartes, Le Baiser de la Fée, Orpheus, Apollon Musagète, L’Histoire du Soldat y la tantas veces mencionada Le sacre du printempsen la que, por cierto, debutó en la orquesta sinfónica el güiro cubano?

 

Stravinsky, hombre universal, recurrió, además de su lengua materna, a idiomas como el francés, el inglés y el latín; trabajó sobre textos de Aleksandr Pushkin (1799-1837), William Shakespeare (1564-1616), Dylan Thomas (1914-1953), T. S. Eliot (1888-1965), W. H. Auden (1907-1973), Chester Kallman (1921-1975) y  el libro del Génesis, entre otros.

 

No le fueron ajenos el arte medieval, el sentimiento religioso, el mundo helénico, la pintura de todos los tiempos, la música antigua, la del Oriente, la barroca, el jazz, el blues...

 

Hombre sensible, recordaba que el momento más amargo de su vida había ocurrido cuando, tras la muerte de Rimski-Kórsakov (1844-1908), no sólo maestro sino segundo padre al que velaban, la viuda le dijo: “¿Por qué tan triste? ¡Todavía nos queda Glazunov!”

 

En el eje del Universo

 

La tumba de Stravinsky se encuentra en San Michelle, Venecia, cerca de la de Diáguilev.

 

En el número 6340 del Paseo de la Fama, en Hollywood, brilla en la acera una estrella en su honor.

 

En el Salón de la Fama “Cornelius Vanderbilt Whitney” del Museo Nacional de la Danza, en Saratoga, Nueva York, el nombre de Stravinsky comparte su sitio con el de personajes como Fred Astaire (1899-1987), Isadora Duncan (1887-1927),  Martha Graham (1894-1991), José Limón (1908-1972), Anna Sokolow (1910-2000) y Michael Jackson (1958-2009).

 

Ahí se hallan también los nombres de George Balanchine (1904-1983), Leonide Massine (1896-1979) y Jerome Robbins (1918-1998), personajes importantes en la obra de Stravinsky, aunque no figuran Vaslav Nijinsky (1890-1950) y Serguéi  Diáguilev (1872-1929).

 

Como quiera que sea, el verdadero sitio de Stravinsky se encuentra en el cerebro humano, por donde atraviesa, en palabras de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), el eje del Universo.

 

O, en sentido figurado, lo llevamos en el corazón.