Monday, October 26, 2015

Stravinsky. Su vida. Su obra. Sus ballets

                                Stravinsky. Su vida. Su obra. Sus ballets

 

                         

 

Para Luis Pérez Santoja, 

stravinskiano de corazón

 

 

Sobre Igor Stravinsky (1882-1971) se ha escrito un tsunami de palabras. El intento de añadir una sola coma equivaldría a verter una gota de agua en la descomunal ola marina.

 

A pesar de esta convicción, haré una infinitesimal aportación al impetuoso oleaje.

 

Mi primer contacto con su música ocurrió a principios de los años 40, cuando apenas llegaba yo al uso de razón. En aquella época, que ahora me parece perteneciente al último periodo del paleozoico, el nombre del que sería el héroe de mi juventud no me decía nada; pero lo escuchado sí que me conmovió. 

 

Este insospechado encuentro se dio gracias a un segmento de la película Fantasia (1940), de Walt Disney (1901-1966), en la que un Tyranosaurus Rex se traba en combate a muerte con un Stegosaurus mientras la música contribuye a estremecer a los espectadores.

 

Ya en la adolescencia, supe que aquella música sobrecogedora formaba parte de Le sacre du printemps,título en francés equivalente al de Vesna Sviashchennaya,en ruso, y a La consagración de la primavera, en español, el ballet que había dado en 1913 un vuelco a la música del siglo XX, considerado por Aaron Copland (1900-1990) como el máximo logro orquestal de  nuestro tiempo.

 

Años después, me entregué a la tarea de revisar cada mes la programación de la benemérita radiodifusora XELA, Buena Música en México, que venía consignada en su revista Carnet Musical. Quería ver si La consagración de la primavera estaba incluida en ella, con el fin de estar pendiente de sintonizar el programa.

 

Corrían los años 50 y la fama de Stravinsky en México superaba la de todos los compositores contemporáneos suyos, aun cuando su obra provocaba las más enconadas polémicas entre los melófilos, lo que era un eco lejano de lo sucedido en otros países.

 

Por una parte, escuchábamos que el artista del siglo no era un pintor, escultor o poeta, sino un músico: Igor Stravinsky; por otra, se aseguraba que después de los tres primeros ballets: L’Oiseau de Feu, Pétrouchka y Le Sacre du  Printemps, no había compuesto nada importante. Cómo se lamentaban de “la traición a su bendito periodo ruso” y lo urgían retomarlo.

 

Es más: quienes llegaron a llamarlo Señor de las Caravanas con Sombrero Ajeno, por el empleo inveterado de materiales de colegas suyos, jamás repararon en que Stravinsky era el Rey Midas de la música.

 

¿Y su partitura sobre los años trágicos?

 

Para colmo, le reclamaban “haber atravesado indiferente la angustia de los años trágicos para la humanidad y haber llegado a la posguerra con las manos vacías”.

 

Sus detractores aseguraban que no había compuesto nada significativo durante los años de la segunda Guerra Mundial, como lo habían hecho, entre otros, Benjamin  Britten (1913-1976), con la Sinfonia da Requiem; Bohuslav Martinu (1890-1959), con su Doble concierto,terminado en Suiza el 29 de septiembre de 1938, día en que Checoslovaquia, su patria, fue desmembrada; Alexandre Tansman (1897-1986), con su Rapsodia polaca,dedicada a los defensores de Varsovia, en la que cita el himno Polonia no ha perecido todavía; Dmitri Shostakovich (1906-1975), con la Séptima sinfonía, compuesta parcialmente durante el sitio nazi,  con la que glorifica a la heroica ciudad de Leningrado; Béla Bartók (1881-1945), con el Concierto para orquesta, y Aaron Copland (1900-1990), con la Tercera sinfonía, que contiene una cita de su Fanfarria para el hombre comúnescrita ésta en 1942, año en que las tropas estadounidense desembarcaron en África del norte.

 

Sus partidarios no compartíamos esa opinión: amábamos por igual al Stravinsky del “bendito periodo ruso” y al Stravinsky del neoclásico, como luego aceptaríamos al Stravinsky de la inesperada conversión al método de Arnold Schoenberg (1874-1951).

 

Demiurgo de poder titánico

 

Alrededor de 1950 recibimos asombrados la noticia de que Igor Stravinsky componía a los 68 años “la obra de su vida”. ¿Acaso la obra de su vida no es Le sacre du printemps, nos preguntábamos?

 

La verdad es que nos desconcertó que se tratara de una ópera, The Rake’s Progress, dotada de un idioma neobarroco y formas italianas del siglo XVIII.

 

Algunos stravinskianos sinceros expresaron su decepción, pero otros que quizá lo comprendían mejor no quedaron defraudados: persistían en su admiración por la música del compositor que se negó a recorrer el mismo camino, el artista del que Nicolas Slonimsky (1894-1995) haría años después este elogio:

 

Demiurgo de poder titánico cuyo genio único lo proyectó al mundo al trascender su inicio ruso para alcanzar la universalidad de los recursos técnicos, hasta completar el ciclo de la expansión creativa al haber adoptado el método de composición serial durante sus últimos años terrenales.

 

Stravinsky en el Auditorio Nacional

La vieja ilusión de conocer en persona a Stravinsky se cumplió para mí en 1960; es decir, casi veinte años después del primer encuentro con Le sacre du printemps.

 

Desafortunadamente, tengo recuerdos antagónicos de aquella ocasión.

 

Con mucho tiempo de anticipación había preparado la asistencia al concierto que colmaba mis anhelos. Casi no pude dormir la noche anterior y, eufórico, me levanté temprano en la mañana de la gran ocasión.

 

Al llegar al Auditorio Nacional en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, junto al Campo Marte, mi primera decepción fue la de percatarme que el boleto conseguido sólo me daba acceso a una localidad alta, sumamente alejada del escenario y para colmo, los instrumentistas de la Orquesta Sinfónica Nacional vestían abigarrados trajes de calle, lo que discrepaba de la importancia del concierto.

 

Desde el primer momento me di cuenta de que el público no estaba formado por conocedores; vaya, ni siquiera se encontraba ahí lo que podría considerarse el melófilo promedio.

 

Como quiera que haya sido, la entrada de Stravinsky en el proscenio me dejó profundamente conmovido.

Qué amor filial sentí por aquel hombrecillo cuyo rostro apenas alcanzaba a distinguir, un señor 18 años mayor que mi padre.

 

Instante de desconcierto

 

Sobre todo, me enterneció Stravinsky cuando dirigió Pétrouchka. En un pasaje de esta obra, el anciano músico tuvo dificultad para volver una hoja de la partitura, lo que al fin logró con el índice ensalivado, por lo que los instrumentistas tuvieron un instante de desconcertado silencio.

 

Lo sucedido ese año en la Orquesta Sinfónica Nacional Argentina, narrado por Pablo Bardín, se parece tanto a la presentación de Stravinsky en México, que conviene citarlo:

 

Llegamos a un acontecimiento máximo en la historia de la Sinfónica: actuó dos veces nada menos que Igor Stravinsky dirigiendo obras suyas en la segunda parte, mientras su amanuense Robert Craft dirigía la primera parte en ambos conciertos. Si bien la calidad interpretativa se resintió por la edad del compositor, el evento tuvo una repercusión extraordinaria y comprensible: estaba en nuestra ciudad el compositor más famoso del siglo.

 

Coloso de Rodas

 

La fama mundial de Stravinsky recuerda las palabras de Ian Frazer, publicadas en la revista The Newyorker:

 

Compositor, director de orquesta, crítico, maestro, iconoclasta y gran persona, se alza en el siglo como un coloso con sus pies en dos continentes. Respetado y popular en Europa por componer obras como Le sacre du printemps, ha llegado a ser tan importante si no es que más todavía en Estados Unidos, su país de adopción.

 

Igor Fedorovich Stravinsky se convirtió en ciudadano estadounidense el 28 de diciembre de 1945, cuando renunció a su ciudadanía anterior, la francesa, que había obtenido el 10 de junio de 1934. 

 

Hay quien asegura que en alguna ocasión confesó públicamente que ignoraba cuál sería la nacionalidad que adoptaría si estallara una tercera Guerra Mundial.

 

Los Ángeles, Moscú, Nueva York

 

En la urbe californiana originalmente llamada Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río Porciúncula (hoy día simplemente Los Ángles), vivió Stravinsky el mayor tiempo de su vida. En ella encontró el ambiente cultural propicio gracias a la amistad con numerosos artistas, músicos, intelectuales y escritores europeos que huyeron de la vesania nazi. Sin embargo, radicó en Nueva York los dos últimos años de su vida.

 

Por recomendación de Robert Craft (1923), el compositor, director de orquesta, escritor y fiel confidente de Stravinsky, el compositor ruso-francés-estadounidense regresó en 1962 a su nativa Rusia tras una ausencia de 48 años.

 

El 26 de septiembre de ese año, dirigió frente a la Orquesta Sinfónica Estatal de Moscú dos obras suyas: Ode(1944), “canto elegiaco a la memoria de Natalie Koussevitzky”, fallecida en 1942, y la suite del ballet Orpheus (1947). 

 

Robert Craft, “amanuense”, “factotum” o “fámulo”, como también se le ha llamado peyorativa e injustamente, dirigió Le sacre du printemps. Stravinsky regresó al podio para ofrecer su arreglo de 1917 de la tradicional Canción de los boteros del Volga.

 

Importancia de los ballets

 

Muy significativa resulta la decisión de Stravinsky de haber escogido para esa ocasión única en su vida dos partituras de ballet, puesto que su música para este arte constituye lo más representativo de su producción. Quizá solamente la Symphonie de Psaumes, de 1930, “compuesta para la gloria de Dios y dedicada a la Sinfónica de Boston en su cincuentenario”, sea tan amada por el stravinskiano medio como sus ballets del periodo ruso.

 

Curiosamente, los ballets de Stravinsky se convirtieron en los pararrayos de la furia de los misoneístas, los autonombrados jueces y críticos que sufren un rechazo patológico ante cualquier cambio y se creen erigirse en defensores de las tradiciones; los que afirman, entre otras sandeces, que la buena música murió con Johannes Brahms (1833-1897).

 

Torrente ígneo

 

La más somera inclusión del torrente ígneo contra los ballets de Stravinsky superaría el espacio disponible de este trabajo. He aquí, por tanto, unas cuantas muestras:

 

“Es la más discordante composición jamás escrita. Nunca el culto a la nota falsa había sido aplicado con tal habilidad, celo y ferocidad”, escribió entre otros improperios Pierre Lalo, en Le Temps, de París, el 3 de junio de 1913.

 

“El auditorio del Ballet Russe reaccionó hacia esta nueva obra, Le sacre du printemps, con gritos destemplados y risas, interrumpidas por los aplausos de unos cuantos iniciados”, consignó Henri Postel du Mas, en Gil Blas, el 4 de junio de ese año.

 

“La música de Le sacre du printemps desafía toda descripción verbal. Decir que gran parte de ella es repulsiva, sería hacer una cortés descripción. Ciertamente, se  puede rastrear en ella el ímpetu del ritmo; pero prácticamente esta obra no tiene ninguna relación con la música, al menos como la mayoría de nosotros entiende esta palabra” se dijo en una crónica de The Musical Times,de Londres, el 1 de agosto de 1913.

 

Nueve años después, el 4 de marzo de 1922, se escribían estas palabras en la publicación North American, de Filadelfia: “El reptar del paleozoico recreado con los recursos de la orquesta moderna, el caos primitivo, sin una tonalidad definida y casi informe excepto por su incesante batir rítmico, hizo que, comparado con él,  las melodías del tom-tom de las gentiles tribus del Congo nos parecieran exquisitas”.

 

Algo parecido dijo Louis C. Elson, en el periódico Daily Advertiser de Londres, el 4 de marzo de 1907, al referirse a La Mer, de Claude Debussy (1862-1918): “Si esto es música, preferiríamos abandonar a la Doncella Celestial hasta que se sobreponga a sus ataques histéricos”.

 

Qué justificada resulta la admiración que sentía Stravinsky por su genial colega francés, a cuya memoria compuso Symphonies d’instruments à vent.

 

 

Acre controversia

 

Juez condenatorio del Stravinsky del último periodo fue Paul Henry Lang (1901-1991), musicólogo, crítico e instrumentista estadounidense de origen húngaro, que había sido discípulo de Zoltán Kodály (1882-1967) y Béla Bartók (1881-1945).

 

Tras el estreno de Noah and the Flood (Noé y el Diluvio), “espectáculo bíblico narrado, con mímica, canto y danza”, realizado el 14 de junio de 1962, Stravinsky envió desde Hamburgo, Alemania, un cable furibundo al periódico Herald Tribune de Nueva York, que lo había cubierto.  Éstas fueron sus acres palabras:

 

De los centenares de crónicas sobre Noah and the Flood, mi obra de Nueva York, la mayoría de ellas gratamente desfavorables como han sido todas  las recibidas desde mi opus uno, de 1905, sólo encontré que la de ustedes es totalmente estúpida y supura malicia gratuita. Lo único que me desanima en mi octogésimo cumpleaños es que a mi edad, probablemente no celebraré el funeral de su senil columnista musical.   

 

Lang, el autor de la columna, respondió así en la misma publicación: 

 

Stravinsky está atrapado en su propia limitación e intolerancia y se encuentra tan cegado por la alabanza de sus incondicionales ávidos de justificar su adhesión al campo de los doce tonos, que se lanza en instantáneos ataques contra cualquiera que se atreva a expresar una opinión independiente sobre su obra.

 

Quizá Stravinsky pudo haber optado por ignorar a su detractor, como solía hacerlo John Steinbeck (1902-1968):

 

Jamás en mi vida he respondido a la crítica. Es un juego perdido: podemos responder al crítico una vez, pero él cuenta con una columna diaria. 

 

El providencial empresario

 

La vertiginosa carera de Stravinsky comenzó con la providencial presencia en su vida de Serguéi  Diáguilev (1872-1929), creador del Ballet Russe, quien encargó al alumno de Nikolai Rimski-Kórsakov (1844-1908), la orquestación de un par de piezas de Frédéric Chopin (1810-1849) para el ballet Las sílfides.

 

Posteriormente, el empresario quiso contar con un ballet compuesto ex profeso para su compañía, por lo que escogió un cuento popular ruso, El pájaro de fuego, y se puso en contacto con Anatoly Liadov (1855-1914) para la composición de la música.

 

Se dice que, tiempo después de concretado el encargo, Diáguilev preguntó al compositor cómo iba su partitura. “Bien -–le respondió--, ya pedí el papel pautado para que me pueda poner a trabajar en seguida.

 

Quizá haya algo de leyenda en esto, pero la verdad es que dada la lentitud de Liadov, Diáguilev lo relevó del compromiso y encargó la partitura a Stravinsky. Por tanto, los fieles de la iglesia stravinskiana consideran que ésa fue la mejor contribución de Liadov al mundo de la música y están agradecidos con él.

 

L’Oiseau de Feu tomó por sorpresa a París y al mundo. Fue algo así como el sobresalto que suele provocar en el público la irrupción repentina de la Danza infernal del rey Katschei, “una orgía salvajemente sincopada”, en palabras de Slonimsky.

 

Hacia las cumbres

 

Se había abierto el camino que ascendería hasta las cumbres del ballet. ¿Qué melófilo sincero, stravinskiano o no, deja de rendir un culto de máximo honor a partituras como las de Petróuchka, Les Noces, Pulcinella, Jeu de Cartes, Le Baiser de la Fée, Orpheus, Apollon Musagète, L’Histoire du Soldat y la tantas veces mencionada Le sacre du printempsen la que, por cierto, debutó en la orquesta sinfónica el güiro cubano?

 

Stravinsky, hombre universal, recurrió, además de su lengua materna, a idiomas como el francés, el inglés y el latín; trabajó sobre textos de Aleksandr Pushkin (1799-1837), William Shakespeare (1564-1616), Dylan Thomas (1914-1953), T. S. Eliot (1888-1965), W. H. Auden (1907-1973), Chester Kallman (1921-1975) y  el libro del Génesis, entre otros.

 

No le fueron ajenos el arte medieval, el sentimiento religioso, el mundo helénico, la pintura de todos los tiempos, la música antigua, la del Oriente, la barroca, el jazz, el blues...

 

Hombre sensible, recordaba que el momento más amargo de su vida había ocurrido cuando, tras la muerte de Rimski-Kórsakov (1844-1908), no sólo maestro sino segundo padre al que velaban, la viuda le dijo: “¿Por qué tan triste? ¡Todavía nos queda Glazunov!”

 

En el eje del Universo

 

La tumba de Stravinsky se encuentra en San Michelle, Venecia, cerca de la de Diáguilev.

 

En el número 6340 del Paseo de la Fama, en Hollywood, brilla en la acera una estrella en su honor.

 

En el Salón de la Fama “Cornelius Vanderbilt Whitney” del Museo Nacional de la Danza, en Saratoga, Nueva York, el nombre de Stravinsky comparte su sitio con el de personajes como Fred Astaire (1899-1987), Isadora Duncan (1887-1927),  Martha Graham (1894-1991), José Limón (1908-1972), Anna Sokolow (1910-2000) y Michael Jackson (1958-2009).

 

Ahí se hallan también los nombres de George Balanchine (1904-1983), Leonide Massine (1896-1979) y Jerome Robbins (1918-1998), personajes importantes en la obra de Stravinsky, aunque no figuran Vaslav Nijinsky (1890-1950) y Serguéi  Diáguilev (1872-1929).

 

Como quiera que sea, el verdadero sitio de Stravinsky se encuentra en el cerebro humano, por donde atraviesa, en palabras de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), el eje del Universo.

 

O, en sentido figurado, lo llevamos en el corazón.



Demiurgo de poder titánico cuyo genio único lo proyectó al mundo al trascender su inicio ruso para alcanzar la universalidad de los recursos técnicos, hasta completar el ciclo de la expansión creativa al haber adoptado el método de composición serial durante sus últimos años terrenales.

 

Stravinsky en el Auditorio Nacional

La vieja ilusión de conocer en persona a Stravinsky se cumplió para mí en 1960; es decir, casi veinte años después del primer encuentro con Le sacre du printemps.

 

Desafortunadamente, tengo recuerdos antagónicos de aquella ocasión.

 

Con mucho tiempo de anticipación había preparado la asistencia al concierto que colmaba mis anhelos. Casi no pude dormir la noche anterior y, eufórico, me levanté temprano en la mañana de la gran ocasión.

 

Al llegar al Auditorio Nacional en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, junto al Campo Marte, mi primera decepción fue la de percatarme que el boleto conseguido sólo me daba acceso a una localidad alta, sumamente alejada del escenario y para colmo, los instrumentistas de la Orquesta Sinfónica Nacional vestían abigarrados trajes de calle, lo que discrepaba de la importancia del concierto.

 

Desde el primer momento me di cuenta de que el público no estaba formado por conocedores; vaya, ni siquiera se encontraba ahí lo que podría considerarse el melófilo promedio.

 

Como quiera que haya sido, la entrada de Stravinsky en el proscenio me dejó profundamente conmovido.

Qué amor filial sentí por aquel hombrecillo cuyo rostro apenas alcanzaba a distinguir, un señor 18 años mayor que mi padre.

 

Instante de desconcierto

 

Sobre todo, me enterneció Stravinsky cuando dirigió Pétrouchka. En un pasaje de esta obra, el anciano músico tuvo dificultad para volver una hoja de la partitura, lo que al fin logró con el índice ensalivado, por lo que los instrumentistas tuvieron un instante de desconcertado silencio.

 

Lo sucedido ese año en la Orquesta Sinfónica Nacional Argentina, narrado por Pablo Bardín, se parece tanto a la presentación de Stravinsky en México, que conviene citarlo:

 

Llegamos a un acontecimiento máximo en la historia de la Sinfónica: actuó dos veces nada menos que Igor Stravinsky dirigiendo obras suyas en la segunda parte, mientras su amanuense Robert Craft dirigía la primera parte en ambos conciertos. Si bien la calidad interpretativa se resintió por la edad del compositor, el evento tuvo una repercusión extraordinaria y comprensible: estaba en nuestra ciudad el compositor más famoso del siglo.

 

Coloso de Rodas

 

La fama mundial de Stravinsky recuerda las palabras de Ian Frazer, publicadas en la revista The Newyorker:

 

Compositor, director de orquesta, crítico, maestro, iconoclasta y gran persona, se alza en el siglo como un coloso con sus pies en dos continentes. Respetado y popular en Europa por componer obras como Le sacre du printemps, ha llegado a ser tan importante si no es que más todavía en Estados Unidos, su país de adopción.

 

Igor Fedorovich Stravinsky se convirtió en ciudadano estadounidense el 28 de diciembre de 1945, cuando renunció a su ciudadanía anterior, la francesa, que había obtenido el 10 de junio de 1934. 

 

Hay quien asegura que en alguna ocasión confesó públicamente que ignoraba cuál sería la nacionalidad que adoptaría si estallara una tercera Guerra Mundial.

 

Los Ángeles, Moscú, Nueva York

 

En la urbe californiana originalmente llamada Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río Porciúncula (hoy día simplemente Los Ángles), vivió Stravinsky el mayor tiempo de su vida. En ella encontró el ambiente cultural propicio gracias a la amistad con numerosos artistas, músicos, intelectuales y escritores europeos que huyeron de la vesania nazi. Sin embargo, radicó en Nueva York los dos últimos años de su vida.

 

Por recomendación de Robert Craft (1923), el compositor, director de orquesta, escritor y fiel confidente de Stravinsky, el compositor ruso-francés-estadounidense regresó en 1962 a su nativa Rusia tras una ausencia de 48 años.

 

El 26 de septiembre de ese año, dirigió frente a la Orquesta Sinfónica Estatal de Moscú dos obras suyas: Ode(1944), “canto elegiaco a la memoria de Natalie Koussevitzky”, fallecida en 1942, y la suite del ballet Orpheus (1947). 

 

Robert Craft, “amanuense”, “factotum” o “fámulo”, como también se le ha llamado peyorativa e injustamente, dirigió Le sacre du printemps. Stravinsky regresó al podio para ofrecer su arreglo de 1917 de la tradicional Canción de los boteros del Volga.

 

Importancia de los ballets

 

Muy significativa resulta la decisión de Stravinsky de haber escogido para esa ocasión única en su vida dos partituras de ballet, puesto que su música para este arte constituye lo más representativo de su producción. Quizá solamente la Symphonie de Psaumes, de 1930, “compuesta para la gloria de Dios y dedicada a la Sinfónica de Boston en su cincuentenario”, sea tan amada por el stravinskiano medio como sus ballets del periodo ruso.

 

Curiosamente, los ballets de Stravinsky se convirtieron en los pararrayos de la furia de los misoneístas, los autonombrados jueces y críticos que sufren un rechazo patológico ante cualquier cambio y se creen erigirse en defensores de las tradiciones; los que afirman, entre otras sandeces, que la buena música murió con Johannes Brahms (1833-1897).

 

Torrente ígneo

 

La más somera inclusión del torrente ígneo contra los ballets de Stravinsky superaría el espacio disponible de este trabajo. He aquí, por tanto, unas cuantas muestras:

 

“Es la más discordante composición jamás escrita. Nunca el culto a la nota falsa había sido aplicado con tal habilidad, celo y ferocidad”, escribió entre otros improperios Pierre Lalo, en Le Temps, de París, el 3 de junio de 1913.

 

“El auditorio del Ballet Russe reaccionó hacia esta nueva obra, Le sacre du printemps, con gritos destemplados y risas, interrumpidas por los aplausos de unos cuantos iniciados”, consignó Henri Postel du Mas, en Gil Blas, el 4 de junio de ese año.

 

“La música de Le sacre du printemps desafía toda descripción verbal. Decir que gran parte de ella es repulsiva, sería hacer una cortés descripción. Ciertamente, se  puede rastrear en ella el ímpetu del ritmo; pero prácticamente esta obra no tiene ninguna relación con la música, al menos como la mayoría de nosotros entiende esta palabra” se dijo en una crónica de The Musical Times,de Londres, el 1 de agosto de 1913.

 

Nueve años después, el 4 de marzo de 1922, se escribían estas palabras en la publicación North American, de Filadelfia: “El reptar del paleozoico recreado con los recursos de la orquesta moderna, el caos primitivo, sin una tonalidad definida y casi informe excepto por su incesante batir rítmico, hizo que, comparado con él,  las melodías del tom-tom de las gentiles tribus del Congo nos parecieran exquisitas”.

 

Algo parecido dijo Louis C. Elson, en el periódico Daily Advertiser de Londres, el 4 de marzo de 1907, al referirse a La Mer, de Claude Debussy (1862-1918): “Si esto es música, preferiríamos abandonar a la Doncella Celestial hasta que se sobreponga a sus ataques histéricos”.

 

Qué justificada resulta la admiración que sentía Stravinsky por su genial colega francés, a cuya memoria compuso Symphonies d’instruments à vent.

 

 

Acre controversia

 

Juez condenatorio del Stravinsky del último periodo fue Paul Henry Lang (1901-1991), musicólogo, crítico e instrumentista estadounidense de origen húngaro, que había sido discípulo de Zoltán Kodály (1882-1967) y Béla Bartók (1881-1945).

 

Tras el estreno de Noah and the Flood (Noé y el Diluvio), “espectáculo bíblico narrado, con mímica, canto y danza”, realizado el 14 de junio de 1962, Stravinsky envió desde Hamburgo, Alemania, un cable furibundo al periódico Herald Tribune de Nueva York, que lo había cubierto.  Éstas fueron sus acres palabras:

 

De los centenares de crónicas sobre Noah and the Flood, mi obra de Nueva York, la mayoría de ellas gratamente desfavorables como han sido todas  las recibidas desde mi opus uno, de 1905, sólo encontré que la de ustedes es totalmente estúpida y supura malicia gratuita. Lo único que me desanima en mi octogésimo cumpleaños es que a mi edad, probablemente no celebraré el funeral de su senil columnista musical.   

 

Lang, el autor de la columna, respondió así en la misma publicación: 

 

Stravinsky está atrapado en su propia limitación e intolerancia y se encuentra tan cegado por la alabanza de sus incondicionales ávidos de justificar su adhesión al campo de los doce tonos, que se lanza en instantáneos ataques contra cualquiera que se atreva a expresar una opinión independiente sobre su obra.

 

Quizá Stravinsky pudo haber optado por ignorar a su detractor, como solía hacerlo John Steinbeck (1902-1968):

 

Jamás en mi vida he respondido a la crítica. Es un juego perdido: podemos responder al crítico una vez, pero él cuenta con una columna diaria. 

 

El providencial empresario

 

La vertiginosa carera de Stravinsky comenzó con la providencial presencia en su vida de Serguéi  Diáguilev (1872-1929), creador del Ballet Russe, quien encargó al alumno de Nikolai Rimski-Kórsakov (1844-1908), la orquestación de un par de piezas de Frédéric Chopin (1810-1849) para el ballet Las sílfides.

 

Posteriormente, el empresario quiso contar con un ballet compuesto ex profeso para su compañía, por lo que escogió un cuento popular ruso, El pájaro de fuego, y se puso en contacto con Anatoly Liadov (1855-1914) para la composición de la música.

 

Se dice que, tiempo después de concretado el encargo, Diáguilev preguntó al compositor cómo iba su partitura. “Bien -–le respondió--, ya pedí el papel pautado para que me pueda poner a trabajar en seguida.

 

Quizá haya algo de leyenda en esto, pero la verdad es que dada la lentitud de Liadov, Diáguilev lo relevó del compromiso y encargó la partitura a Stravinsky. Por tanto, los fieles de la iglesia stravinskiana consideran que ésa fue la mejor contribución de Liadov al mundo de la música y están agradecidos con él.

 

L’Oiseau de Feu tomó por sorpresa a París y al mundo. Fue algo así como el sobresalto que suele provocar en el público la irrupción repentina de la Danza infernal del rey Katschei, “una orgía salvajemente sincopada”, en palabras de Slonimsky.

 

Hacia las cumbres

 

Se había abierto el camino que ascendería hasta las cumbres del ballet. ¿Qué melófilo sincero, stravinskiano o no, deja de rendir un culto de máximo honor a partituras como las de Petróuchka, Les Noces, Pulcinella, Jeu de Cartes, Le Baiser de la Fée, Orpheus, Apollon Musagète, L’Histoire du Soldat y la tantas veces mencionada Le sacre du printempsen la que, por cierto, debutó en la orquesta sinfónica el güiro cubano?

 

Stravinsky, hombre universal, recurrió, además de su lengua materna, a idiomas como el francés, el inglés y el latín; trabajó sobre textos de Aleksandr Pushkin (1799-1837), William Shakespeare (1564-1616), Dylan Thomas (1914-1953), T. S. Eliot (1888-1965), W. H. Auden (1907-1973), Chester Kallman (1921-1975) y  el libro del Génesis, entre otros.

 

No le fueron ajenos el arte medieval, el sentimiento religioso, el mundo helénico, la pintura de todos los tiempos, la música antigua, la del Oriente, la barroca, el jazz, el blues...

 

Hombre sensible, recordaba que el momento más amargo de su vida había ocurrido cuando, tras la muerte de Rimski-Kórsakov (1844-1908), no sólo maestro sino segundo padre al que velaban, la viuda le dijo: “¿Por qué tan triste? ¡Todavía nos queda Glazunov!”

 

En el eje del Universo

 

La tumba de Stravinsky se encuentra en San Michelle, Venecia, cerca de la de Diáguilev.

 

En el número 6340 del Paseo de la Fama, en Hollywood, brilla en la acera una estrella en su honor.

 

En el Salón de la Fama “Cornelius Vanderbilt Whitney” del Museo Nacional de la Danza, en Saratoga, Nueva York, el nombre de Stravinsky comparte su sitio con el de personajes como Fred Astaire (1899-1987), Isadora Duncan (1887-1927),  Martha Graham (1894-1991), José Limón (1908-1972), Anna Sokolow (1910-2000) y Michael Jackson (1958-2009).

 

Ahí se hallan también los nombres de George Balanchine (1904-1983), Leonide Massine (1896-1979) y Jerome Robbins (1918-1998), personajes importantes en la obra de Stravinsky, aunque no figuran Vaslav Nijinsky (1890-1950) y Serguéi  Diáguilev (1872-1929).

 

Como quiera que sea, el verdadero sitio de Stravinsky se encuentra en el cerebro humano, por donde atraviesa, en palabras de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), el eje del Universo.

 

O, en sentido figurado, lo llevamos en el corazón. 

 



 

 

 

     

 

 

 

 


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