Tuesday, December 15, 2015

Kraus y Alexiévich: acompañar a los moribundos



En su novela Decir adiós, decirse adiós, Arnoldo Kraus, médico, maestro, miembro del Colegio de Bioética, se refiere a la necesidad imperiosa de saber decir adiós a los enfermos terminales, cuando la muerte crece progresivamente en ellos.

"Nunca la muerte será fácil", afirma este catedrático, nacido en la Ciudad de México en 1951, en una de las primeras páginas del libro. Luego reflexiona: "El cariño, las palabras y las manos son necesarias (...) la voz y las palabras de los amigos son una compañía formidable (...) en ocasiones basta apretarles la mano para reconfortar a los moribundos. Otras veces es suficiente acariciar su mejilla. Pasear la mano por su cabeza es un acto terapéutico: les permite saber que siguen habitando el mudo de los vivos y que hay personas cercanas a ellos".

Prosigue:

"En esta forma, se les ayuda a morir, no se les abandona. Es preciso saber que huir de la enfermedad no sirve; es mejor enfrentarla porque la angustia agrava cualquier enfermedad".

Asegura Kraus que muchas personas sufren una terrible soledad cuando enfrentan su muerte. Por esta razón, hay casos frecuentes en que no hay más que acompañar a los enfermos terminales. "Frente a las malas noticias, las palabras llenas de afecto son imprescindibles. Sentirse tocado y escuchado por medio de las palabras es lo que desea cualquier enfermo porque el miedo inunda la vida de muchos de ellos".

Encuentro que la certeza de estas reflexiones está comprobada por los numerosos testimonios de enfermeras de la Unión Soviética que atendieron durante la Segunda Guerra Mundial a los soldados  moribundos; testimonios estos recopilados  en el libro La guerra no tiene rostro de mujer por Svetlana Alexiévich, quien asegura que "ante la muerte, el ser humano siempre está solo".

Una y otra vez escuchamos a lo largo de las páginas de este libro los gemidos y las voces del moribundo que llama a su madre; el que muere recordando a su esposa; el que añora su niñez y recuerda alguna tonada de su tierra;  el que suplica a la enfermera, a la que llama "hermanita," que no lo deje solo, que le dé la mano, que le diga que lo quiere".

De la edición en español de este libro, traducido por Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González, editado por Penguin Random House, copio dos de estos testimonios:

A.  La gente no quería morir... Nosotras respondíamos a cada gemido y a cada grito. Una vez un herido, al sentir que se moría, me agarró así, por el hombro y no me soltaba. Él creía que si alguien estaba a su lado, si la enfermera estaba con él, la vida no se le iría. Pedía: "Cinco minutos más, dos minutos más de vida".

B.  Trajeron a un herido... Estaba tumbado en su camilla, el vendaje le cubría casi por completo, había recibido una herida en la cabeza y se le veía un poco la cara. Un poquito. Por lo visto, le recordé a alguien, se dirigió a mí: "Larisa... Larisa... Larisa..." Supongo que se trataba de la chica a la que quería. Y yo me llamaba justo así, pero yo sabía que jamás me había cruzado con ese nombre... Pero me llamaba a mí. Me acerqué, no comprendía lo que ocurría, intentaba aclararme: "¿Has venido? ¿Has venido?"  Cogí su mano, me incliné hacia él... "Sabía que vendrías..."  Me susurraba algo, yo no entendía qué decía. Me cuesta contarlo, cada vez que me acuerdo de aquel momento, los ojos se me llenan de lágrimas.  "Cuando me marché al frente --dijo-- no tuve tiempo de darte un beso. Bésame..."  Lo besé. Se le escapó una lágrima que se escurrió hacia el vendaje y desapareció. Y ya está. Murió...


Random House Mondadori, México, 2013


(Del libro de Svetlana Alexiévich se habla en otras entradas de este blog)







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