Thursday, December 24, 2015

Alexiévich y Shostakóvich: el poder reconciliador de la música

En la oficina de la benemérita estación radiodifusora XELA Buena Música en México, ya desaparecida, había en los años 40 del siglo pasado un letrero que decía poco más o menos (cito de memoria):

"Por encima del odio que separa a los hombres, los pueblos y las razas, la antorcha de la música brilla como símbolo del amor inmortal".

Por desproporcionadas que pudiera parecer esa referencia a los seres humanos enfrentados por el odio, dichas palabras resultaban comprensibles en los años en que se libraba la Segunda Guerra Mundial, el  mayor fracaso de la inteligencia, la ética y la política experimentado por la humanidad, pocos años después de la Primera Guerra Mundial, la "guerra que acabaría con todas las guerras", como llegaron a creer nuestros antepasados.

El poder conciliador de la música, arte a cuya condición aspiran todas las artes, en palabras de Walter Pater (1839-1894), queda de manifiesto en estos dos ejemplos escogidos entre una multitud de ellos:

En su libro La guerra no tiene rostro de mujer, Svetlana Alexiévich recoge el testimonio de Aglaia Borísovna Nesteruk, sargento de Transmisiones del ejército soviético, quien recuerda que hacia el final de la contienda, perduraba el odio por el enemigo. Por esta razón, estaba segura de que no podría volver a escuchar la música de Wagner que tanto había amado desde su infancia porque pertenecía a una familia de músicos profesionales que tenía en gran estima a compositores alemanes como Bach y Beethoven. Es más: había tenido que borrarlos de su memoria. Mucho tiempo después, sintió gran alivio espiritual cuando pudo volver "al gran Bach" y hasta llegó a interpretar la música de Mozart, como lo había hecho antes de la guerra.



La historia de la Sonata para viola y piano opus 147 de Dmtri Shostakóvich (1906-1975) es todavía un ejemplo más convincente de que el arte, y la música en particular, pueden hermanar a los hombres.

Recordemos que Shostakóvich no solo compuso la Séptima sinfonía, denominada Leningrado, para exaltar a su heroica ciudad natal sitiada por los nazis, decididos a exterminar a la población por hambre y frío, sino que debió  conformarse con el cargo de bombero voluntario cuando lo rechazaron en el ejército soviético debido a su extrema deficiencia visual.

Qué significativo resulta que la Sonata para viola y piano, su obra postrera, terminada un mes y dos días antes de su fallecimieto, el 9 de agosto de 1975, haya sido un homenaje a Beethoven, músico alemán que durante el régimen nazi siguió siendo interpretado en Berlín en plena guerra.

Shostakóvich la compuso como un réquiem para sí mismo, como lo hizo con diversas obras de su periodo postrero, entre las que se encuentran el ciclo de romanzas sobre poemas de Alexander Blok, los últimos cuartetos de cuerda y la Sinfonía número 15, como acertadamente lo recuerda Solomon Volkov en su libro Shostakóvich y Stalin. 

En el último movimiento de la  Sonata para viola, el compositor toma un motivo del inicio de la Sonata Claro de luna de Beethoven. En palabras de Carlos Prieto expresadas en su libro Dmtri Shostakóvich, genio y drama, "este motivo cobrará un gran relieve en el desarrollo del adagio, y  que  es una especie de homenaje que Shostakóvich rinde al final de su vida a su ilustre predecesor".

Más que una ensoñación a la luz de la luna, este motivo beethoveniano, repetido obsesivamente por Shostakóvich, es realmente una marcha fúnebre.

Añade Carlos Prieto: "La obra concluye con unos acordes de belleza serena y triste, con la que se despide Shostakóvich de la vida tan plena y trágica que le deparó el destino".

Nos conmovemos al imaginar el consuelo que debe de haber encontrado Shostakóvich en esos momentos crepusculares con el reconocimiento y hermandad entre dos grandes músicos.


(De la portada de un número de la revista Time de la época)

No comments:

Post a Comment