Thursday, November 12, 2015

Alexiévich y los recuerdos infantiles

En las primeras páginas del libró La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, la autora y periodista bielorrusa que escribe en ruso, recuerda la omnipresenccia de los temas bélicos en su infancia.

"Escribo sobre la guerra... yo, la que nunca quiso leer libros sobre guerras a pesar de que en la época de mi infancia y mi juventud fueran la lectura favorita".

Afirma que su primer recuerdo de la guerra fue su angustia infantil en medio de unas palabras incompresibles y amenazantes. "La guerra siempre estuvo presente: en la escuela, en la casa, en las bodas y en los bautizos, en las nefastas fiestas y en los funerales. Incluso en las conversaciones de los niños (...) no conocíamos el mundo sin guerra".

El testimonio de una mujer catorce años menor que yo, nacida en un país tan remoto al mío, ha despertado en mí una marejada de recuerdos que se remontan a 1940, es decir: unos meses después del estallido de la Segunda Guerra Mudial, cuando Polonia había sido invadda por el ejército alemán.

En 1941, cuando iba a yo a cumplir siete años, ingresé en la escuela para cursar el primer año de primaria. Por una parte, gocé entonces el contacto inicial con la literatura e incluso aprendí de memoria el poema Cielo y mar, de Rubén Dario, y las lecturas del libro Rosas de la infancia, de María Enriqueta, me cautivaron; pero en forma simultánea y paradójica, los temas bélicos irrumpieron en nuestras conversaciones de condiscípulos porque en casa escuchábamos incesantemente las discusiones entre "germanófilos" y "aliadófilos".

Un día de 1942, la directora de la escuela observó que mis compañeros y yo comentábamos las peripecias de la guerra y consultábamos los mapas de una revista. Eso fue suficiente para que quedara prohibido volver a "hablar de la guerra".

Los adultos sí que seguían enfrascados en discusiones. En la calle de Coahuila de la colonia Roma, en la Ciudad de México, se encontraba la farmacia Diana, a unos pasos del Estadio Nacional, ahora desaparecido. A esta botica acudían los vecinos no tanto para comprar cafiaspirinas y aceite de ricino, sino para comentar las últimas noticias de la guerra y, de paso, apoyar a sus favoritos, como si se tratara de una competencia deportiva. 

El ataque de los submarinos alemanes a los barcos petroleros Potrero del Llano y Faja de Oro provocó en los mexicanos la indignación y la reacción patriótica generalizada hizo que los "germanófilos" depusieran su actitud y callaran para siempre sus preferencias.

Una multitud de hombres de mediana edad se inscribieron voluntariamente en un movimiento precursor del servicio militar nacional. Recuerdo a mi padre, de 42 años, con su gorra cuartelera y su cinturón en el que lucía una hebilla con la letra R, de "reservista". Los estoperoles de sus botas percutían sonoramente el piso de cemento y hasta me parece que los escucho aún. Había acudido asiduamente al Estadio Nacional para recibir instrucción militar... hasta el día en que decidió no regresar porque el general que estaba al mando había pronunciado ante los reclutas una arenga en la que proclamaba: "Esta guerra es para apoyar a nuestros leales y grandes amigos, los soviéticos".

Muchos recuerdos conservo de esos tiempos que coincidieron con mi preadolescencia, pero será preciso dejarlos para otra ocasión. Baste decir por ahora que la siniestra presencia de la guerra  permeó aquella época, al grado de que estaba yo seguro de que, ineluctablemente, sería llamado a filas en alguna etapa de mi vida.

"Creo que en cada uno de nosotros hay un pedazo de historia --dice Alexiévich--: uno posee media página; otro, dos o tres". Mis recuerdos han sido un minúsculo pedazo; pero estoy plenamente consciente de la forma en que transcurrió en México el tiempo de la Segunda Guerra Mundial. En cierto modo, fue como escuchar aterrados los estruendos de una lejana tempestad.








 

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