Monday, November 16, 2015

El arte de insultar


                                                                              Para Arnoldo Meléndrez


"Qui autem dixerit frati suo, raca: reus erit concilio", se lee en el evangelio de San Mateo. Esta sentencia, escrita aquí en latín, puede traducirse al español moderno así: "Cualquiera que insulte a otro será llevado a los tribunales".

Esta conducta tan severamente  condenada puede alcanzar en el ingenio popular y en la literatura una especie de redención porque no es que se trate tanto de injuriar a la otra persona, sino de "malorearla", como decimos en México al afán de hacer maldades; de "vacilarla" (bromear con ella); de decirle "cuchufletas" (chistoretes burlones) y aun de entrar en un duelo de albures.

Es más: en muchas ocasiones, el insulto entre compadres o amigos muy queridos es una manifestación de afecto.

Ejemplo conmovedor de esto es el testimonio de Adolfo sobre su padre, Adolfo Suárez González, quien fue presidente del Gobierno de España durante la transición e iba a recibir en su edad avanzada el Toisón de Oro de manos del rey Juan Carlos, cuando ya padecía Alzheimer:

"Se lo entrega. Mi padre no le hizo ni puñetero caso. El Rey se da cuenta rápido y se lo entrega al ayudante. Y, de repente, mi padre le dice al Rey: ¿Y tú quién eres? Y dije, ¡Dios, la que se va a liar aquí, a ver qué pasa! Y el Rey, con unas tablas que ni el Teatro Real, le dice ¡Quién voy a ser, idiota! ¡Tu amigo! El Rey, Juan Carlos. Y le echa el brazo por encima. Y él echa una sonrisa extraordinaria, se siente feliz, cosa que no era fácil en aquel momento, porque podía salir por cualquier lado. Y se van charlando los dos..."

Por supuesto que hay lenguas bífidas que derraman veneno, pero de esas no habremos de tratar por ahora, sino de los insultos y aun las leperadas que están a la altura del arte: tanto las que todos conocíamos, como las encontradas en el libro El arte de insultar, de Héctor Anaya, una genuina, regocijante enciclopedia del vituperio de calidad suprema

El índice onomástico al final de este libro de 472 págnas permite al lector buscar a cuanto personaje le plazca, ya sea que se trate de Sócrates o Shakespeare hasta George Bush, Francisco Labastida o Andrés Manuel López Obrador.

Héctor Anaya, el periodista, pedagogo y promotor de la cultura, autor de este ensayo, expresa su agradecimiento a sus alumnos de la Escuela de Escritores de la SOGEM , "particularmente a los extranjeros, que me proveyeron de insultos en ruso, polaco„ griego, alemán, Italiano, danés, español-argentino, colombiano, chileno..."

El "Bocavulgario", una parte del libro, es de gran valor filológico: nos depara sorpresas y suele provocarnos una sonrisa... o una franca carcajada. También se encuentran en esta obra autoinsultos, célebres pifias verbales, apodos (Huizache de Hocicotepec, por ejemplo);  insultos involuntarios, epigramas...

Podrían escribirse páginas incontables para comentar notables anécdotas "insultativas"; pero habré de limitarme a una de ellas, a la manera de una picante probadita. Recurriré al epigrama en que Pancho Liguori tundió al presidente en turno y a su sucesor:

Se acabaron los paseos,
 ¡oh, paladín de la paz!
Ya te vas, López Mateos.
 Presidente, ya te vas...
Y te vas "haciendo feos"
pues hiciste a Díaz Ordaz.


Anaya, Héctor. El arte de insultar. Promocionesy Proyectos Culturales XXI, S.A. de C.V., Ciudad de México, 2012.








     
     
     




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