Tuesday, June 6, 2017

Mi primer encuentro con el mar

       Mi primer encuentro con el mar


                                                               Para Maricarmen, 

                                                               quien conoce

                                                               el poder de la empatía



En mis años crepusculares conservo nostálgico el recuerdo de mi primer encuentro con el mar. Ocurrió el 18 de mayo de 1944, día de mi décimo cumpleaños. Habíamos llegado por la noche y nos encontrábamos en una terraza de la casa de Ángela, mi tía abuela, situada en lo alto del cerro de la Pinzona, entre la bahía de Acapulco y el mar abierto. 


La brisa marina humedeció mi rostro y tanto ella como el canto de las olas y el perfume del océano anidaron en mi alma para siempre.


A la mañana siguiente, el paisaje marino me cautivó al grado de que corrí a rogar a mi abuela  Julia y a mi tía que no tardaran en llevarme a la playa. No solo me dieron gusto, sino que Ángela pidió al mayordomo, un viejo pescador moreno y curtido por el sol, que me acompañara a pescar en compañía de mi prima Mayita.


Este hombre paciente y bondadoso escogió un paraje que me pareció la puerta del paraíso. Mi primer contacto cercano con el mar no podía haber sido más afortunado.


Los sitios que fui conociendo a partir de ese día me llevaron de asombro en asombro. Poco tiempo después, llegaron a la casa de mi tía Ángela, procedentes de la Ciudad de México como lo habíamos hecho nosotros, unos primos de mamá y por tanto, tíos míos.


Aun cuando yo los veía como personas muy respetables y de avanzada edad, muchos decenios después llegué a la conclusión de que eran unos jovencitos alegres, juguetones e inexpertos.


Como les llamó la atención que sintiera yo tan marcada fascinación por el mar, me invitaron a una "pequeña travesía marina" que nos llevaría desde la playa de Caleta hasta la isla de la Roqueta. Con una actitud que ahora considero propia del  candor infantil, supuse que navegaríamos, si no en un barco, cuando menos en un velero.


Para sorpresa mía, al llegar a la playa de Caleta mis parientes alquilaron dos diminutas tablas deslizadoras. Uno de ellos (de cuyo nombre no debo acordarme) me colocó en la parte delantera de la suya y me dijo que él se encargaría de remar desde la parte posterior. 



Me estremeció entonces el presentimiento de que estaba a punto de ver una película de terror, pero recordé que tenía yo que ser "muy hombrecito" y en cuanto zarpamos, me aferré a los bordes de la tabla, tan cercanos uno del otro que podía alcanzarlos fácilmente.


Puesto que siempre he sido un "marinero de agua dulce", como me llamaba socarronamente mi tía Edna, me muestro incapaz de precisar en términos náuticos la distancia de Caleta a la Roqueta, pero aún hoy me parece que esta es considerable. No sabía entonces que entre el litoral y la isla se extiende el profundísimo canal de Boca Chica y que el oleaje no es nada despreciable.


Mi temor fue en un prolongado crescendo conforme nos alejábamos de la playa. A la angustia por la convicción de que no estaba yo seguro en esa endeble tablilla, sobre todo porque no sabía nadar, se añadieron las ocasionales burlas de mis  tíos, que quizá consideraban ridículo el espectáculo que estaba yo dando. 


Cómo me dolió entonces comprobar su incapacidad para percatarse de mi preocupación y mi sufrimiento; incapacidad moral que en la actualidad recibe el nombre de falta de empatía.




Llegamos por fin a las cercanías de la playa de la isla Roqueta, pero nos encontrábamos aún en un sitio en el que no podíamos tocar fondo. Entonces, mi tío procedió a hacerme víctima de la jugarreta final: volcó la tabla para que yo cayera al agua. 


Sentí entonces pánico por la posibilidad de ahogarme; pero aunque él no me auxilió, logré aferrarme desesperadamente a la tabla y subir a ella.


Fueron tan estridentes mis gritos que unos señores se acercaron a mis tíos y les preguntaron si aceptaban que me regresara con ellos a Caleta, a la que estaban a punto de zarpar en una barquilla rústica. 


Vi en este ofrecimiento mi salvación, pero creí por un momento que mis tíos no lo aceptarían. Rogué a Dios que se valiera de aquellos ángeles guardianes. El Señor escuchó mi súplica y el viaje de regreso fue un alivio tan grande que ya libre de temores, volví a gozar del mar.


Esperé a mis tíos en Caleta. Tardaron en regresar. Cuando me preguntaron burlones si en verdad m había asustado, estaba tan absorto por el diálogo del viento y el mar que no les respondí.  


*


Posdata escrita siete decenios después del hecho relatado:


"Los adoradores del océano vienen de tierra adentro" 

(Álvaro Mutis (1923-2013)





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