Thursday, May 4, 2017

Kindertotenlieder

                          
                              

                                                   Canciones
                   para los niños muertos



                                   A la memoria de Guillermo (1963-2009)


Hay ejemplos convincentes de la capacidad del arte para sublimar los dolores más intensos que pueda sufrir un ser humano.

Aun aquellos temas que nos parecen más repulsivos por su carácter macabro y que pretenden desafiar cualquier tratamiento sensato, han sido materia prima de la música y la poesía.

Sacudido por la pena, Jaime Sabines (1926-1999) escribió en 1973 Algo sobre la muerte del mayor Sabines, quizá el poema más intenso de su género en lengua española.

La obsesión por la fugacidad de la vida se volvió poesía en las rubaiatas de Omar Jayam (c. 1048 - c. 1123): “En el pasado, jugábamos despreocupadamente bajo las candilejas de la vida; hoy seremos llevados, unos tras otros, en el féretro de la nada”.

Simone de Beauvoir (1908-1986) escribe esta reflexión en la crónica de la agonía y tránsito de su madre, intitulada Une Mort très Douce (Una muerte muy dulce): “Saber que, por su edad, mi madre estaba condenada a un fin próximo, no atenuó la horrible sorpresa. Un cáncer, una embolia, una congestión pulmonar es algo tan brutal e imprevisto como un motor de avión que se detiene en el aire”.

Significativamente, la filósofa existencialista francesa precede su libro con unas palabras del poeta galés Dylan Thomas (1914-1953): “No entres con tranquilidad en la noche. La vejez debería arder de furia al caer el día; rabia, rabia contra la muerte de la luz”.


                           Luz que se extingue

Friedrich Rückert (1788-1866), poeta alemán del romanticismo tardío, llegó acongojado a la noche de su existencia porque presenció en su edad madura cómo se extinguía prematuramente la luz en la vida de su hija y uno de sus hijos, víctimas de la escarlatina, en el lapso de 16 días. El padre trató de buscar consuelo al entregarse a una febril labor creadora: escribió 425  Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertod) en los seis meses siguientes.

Gustav Mahler (1860-1911), obsesionado también por la muerte, escogió cinco de los Kindertotenlieder de Rückert para componer uno de los ciclos vocales más conmovedores de la historia de la música, para el que preservó aquel título. A los biógrafos y a numerosos analistas de la obra de Mahler asombra el hecho de que haya compuesto esta impresionante partitura y la trágica Sexta Sinfonía durante un periodo relativamente tranquilo y feliz de su vida.

Alma Mahler (1879-1964), su esposa, le reclamó horrorizada que estaba tentando al destino con ese macabro ciclo. “Gustav –le dijo–, ¿cómo te atreves a componer eso cuando nuestras niñas están vivas y sanas? Estás jugando con la mala suerte”.

También en ese tiempo, Alma le había exigido que suprimiera el tercer demoledor golpe de martillo del último movimiento de la Sexta Sinfonía, con el que cae abatido el héroe, porque le parecía un oscuro presagio.

En 1907, año trágico para Mahler en el que tuvo que dimitir de su cargo en la Ópera de la Corte de Viena, las premoniciones de Alma se materializaron con la muerte de la primera hija del matrimonio: Maria Anna, a quien llamaban cariñosamente Putzi.

La niña no había llegado a los cinco años de edad cuando la escarlatina, como a los hijos de Rückert, le cortó la vida tras 14 días de enfermedad.

Al respecto, dice Alphons Silbermann: “La muerte de la niña, llena de alegría de vivir, fue una catástrofe para Mahler. La contemplación de los lastimeros sufrimientos de su hijita le hizo tan agudamente consciente de la idea de la muerte –que le persiguió durante toda su vida y que impregna tantas de sus obras–, que se hundió no sólo anímica, sino también físicamente. Pocos días después de la muerte de su amadísima Putzi, sufrió Mahler un ataque al corazón”.”


        Como si la noche no hubiera traído la desgracia

En los 25 minutos que duran las Canciones para los niños muertos, la música y el texto de los poemas expresan una amplia gama de estados de ánimo que reflejan una marcada inestabilidad emocional.

Es esta partitura un prodigio de orquestación en el que los instrumentos no sólo acompañan, sino que adquieren un papel protagónico.

Las palabras iniciales del primer lied son producto de la reacción tan humana de un padre que puede resumirse con la pregunta ¿Por qué a mí?:

Ahora el sol se levantará radiante, como si la noche no hubiera traído la desgracia. Sólo a mí me ha llegado la desgracia, el sol brilla para los demás.

La nostalgia impregna el segundo lied:

Ahora comprendo por qué me lanzabas tan oscuras llamas en algunos momentos, ¡ay, ojos!

Abatido y confuso por la pena, cree ver a la niña cuando su madre entra por la puerta. Concluye con este lamento el tercer lied:

¡Oh, tú, refugio de tu padre, ay, resplandor de alegría tan pronto extinguido!

En su dolorido estupor, el padre cree por un momento, en el cuarto lied, que los niños viven aún:

A menudo pienso que sólo han ido a dar un paseo. ¡Pronto volverán de nuevo a casa!

La desesperanza y la frustración del padre rugen en el lied postrero, junto a la tempestad:

Con este tiempo, con esta tormenta, nunca hubiera debido mandar fuera a los niños. Se los han llevado y no he podido hacer nada.

En esta parte, la música alcanza extremos de aflicción como nunca antes se habían escuchado en una obra de Mahler. Más que a la tierra, la furia del meteoro azota despiadada la conciencia del padre. Pero he aquí que se obra un milagro del arte: en la última estrofa del poema sobreviene un cambio literario y musical repentino: la tragedia da paso a la tranquilidad en una especie de resignada canción de cuna que arrulla finalmente a los niños:

No debo ya inquietarme. Con este viento, con esta tempestad, descansan como si estuvieran en casa de su madre, sin temor a las tormentas, protegidos por la mano de Dios.

Comenta Silbermann: “Cuando al final del ciclo se va extinguiendo el sonido de la orquesta, se unen la melancolía y la desesperanza ante la faz de la muerte. En su música, Mahler se volvió una y otra vez contra este angustioso desamparo del hombre”.

                           Réquiem por los hijos

Tanto Rückert como Mahler cuentan con partidarios y detractores. No falta quien califique los poemas Canciones para los niños muertos como un producto almibarado de la religiosidad del poeta alemán.

Ciertamente, no escapan a que se les considere cándidos y, hasta cierto punto, superficiales. Pero los redime el sentimiento y es evidente que a Mahler –quien estaba dotado de un excelente criterio literario– le conmovieron profundamente, como nos conmueven a los que encontramos en ellos consuelo, esperanza y aun alegría dentro del dolor. Son, en fin, el más sentido réquiem por los seres queridos.

En un excelente ensayo sobre los Kindertotenlieder, dedicado a quienes han quedado desolados por la muerte de un hijo –el cual puede consultarse en internet– Derek Lim cita las palabras del Apocalipsis: 

“Dichosos los que mueren en el Señor. Que descansen de sus fatigas porque sus obras los acompañan”.




                        Kindertotenlieder en disco

El mahleriano puede encontrar diversas grabaciones de esta obra genial; pero el autor de estas líneas quisiera recomendarle dos que le parecen excepcionalmente meritorias:

La del barítono galés Bryn Terfel, solista de la Philharmonia Orchestra, dirigida por el italiano Giuseppe Sinopoli, nacido en 1946 y fallecido en 2001 (Deutsche Grammophon). Aun cuando Mahler escribió la parte vocal para barítono o contralto, es preferible en cierto modo el empleo de la voz del hombre, puesto que es un padre el que recorre los estados de ánimo más dispares. En la interpretación de Terfel, hay momentos en que plasma la angustia experimentada en forma asombrosamente realista.

La de Kathleen Ferrier, solista de la Wiener Philharmoniker, dirigida por Bruno Walter (EMI Classics). Esta contralto británica, fallecida por causa del cáncer a la edad de 41 años, mujer de voz excepcionalmente bella, fue considerada como una de las grandes cantantes del siglo XX. La última vez que intervino en la parte solista de La canción de la Tierra, ya muy enferma, no pudo pronunciar los últimos ewig (eternamente) con los que concluye la obra maestra de Mahler, porque el sentimiento ahogó su voz. Al dar una disculpa a Bruno Walter, el director respondió: “Querida señorita Ferrier, si todos tuviéramos su sensibilidad, también estaríamos llorando”.


(Tomado del libro Allegro molto. 60 años de anécdotas, de mi autoría, publicado por Luzam, Cuernavaca, Morelos, México, en 2010. Es el tercer volumen de la Biblioteca Musical Mínima, de esta editorial.)



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