Thursday, September 15, 2016

Quien porfía, estrena sinfonía



Quiero ahora recordar a Carlos Chávez, uno de los músicos mexicanos que más he admirado. Reproduzco para este fin la crónica que publiqué en mi libro Allegro molto. Sesenta años de anécdotas. Luzam, México, 2010



En 1953 se realizó en la Ciudad de México uno de los estrenos musicales más extraños de que se tenga memoria: el de la Cuarta Sinfonía, Romántica, de Carlos Chávez (1899-1978), compuesta por encargo de la Orquesta de Louisville.

Es probable que las circunstancias del evento hayan superado en dramatismo a la primera audición de La consagración de la primavera, de Stravinsky, prototipo de premiere turbulenta. Sólo que la sinfonía de Chávez no precipitó un alud de comentarios desfavorables, manifestaciones de disgusto o exclamaciones airadas; tampoco el compositor tuvo que abandonar la sala por una puerta posterior, escoltado por la policía.

Sin embargo, en el Palacio de Bellas Artes el ambiente estuvo cargado de tensión por razones particulares.

Ni siquiera los gatos...

La función se había iniciado normalmente. Las puertas de la Sala Principal estaban cerradas desde minutos antes, como lo exigía Chávez, y se impedía el paso a los retrasados.

Con su puntualidad característica, salió al escenario, agradeció la ovación y subió al podio. Volteó hacia el público y esperó unos segundos a que hubiera silencio absoluto.

“Hoy día, todo sale a las mil maravillas en los conciertos; ni siquiera hay gatos que se deslicen furtivamente por el escenario”. La observación hecha en cierta ocasión por el pianista Walter Gieseking fue válida para la primera parte de la velada. Pero a partir del intermedio, ésta tomaría un curso diferente.

Todo empezó con un ruido misterioso que interrumpió la charla del público congregado en los pasillos y el vestíbulo del teatro, el cual quedó sumergido en tinieblas más densas que la conciencia de un director de orquesta que finge un acceso de tos durante la cadenza del solista.

Pasado el estupor inicial, algunas personas comenzaron a encender cerillos. Los caballeros más elegantes tuvieron la oportunidad de lucir sus encendedores que, en esos tiempos, eran tan lujosos como ineficaces.

Uno de los músicos –¿habría sido el oboísta?– asombró a todo el mundo al silbar, con impecable fraseo, la melodía tradicional de las Posadas.

Las bromas continuaron un buen rato. Todas ellas eran típicas de las preocupaciones y de la mentalidad de los años de la guerra fría.

—¡Los rusos sobrevuelan la ciudad! ¡Van a bombardearla!

—Eso quisieras, pero fueron interceptados por los gringos.

—Ni una cosa ni la otra: los antichavistas están decididos a boicotear el estreno.

La espera se hacía interminable. El humor de la gente empezó a marchitarse y de él brotó la flor negra de la impaciencia. Cuando se indicó al público que pasara a la sala, reinaba aún la oscuridad, por más que se hubiera asegurado que todo estaba “bajo control”.

Unos obreros colocaban sobre la concha acústica una serie de foquitos que volvieron a evocar el ambiente navideño de los días invernales, a pesar del calor reinante.

Chávez ya se fue a dormir

Tras otra prolongada espera, salió al proscenio un circunspecto caballero. A pesar de la penumbra, todos se percataron de que no se trataba del maestro, puesto que su paso no eran tan ágil y juvenil como el suyo.

—Es el director suplente –susurró un melómano– , porque Chávez ya se fue a dormir.
Pronto se despejó la incógnita: el misterioso personaje ofreció disculpas al público e hizo un pormenorizado relato de lo sucedido. Hizo este tremendo anuncio:

–Sucede que un empleado de este Palacio de Bellas Artes puso las manos en los controles de la iluminación y se electrocutó.

Un murmullo de asombro invadió el recinto y se escucharon unos aplausos provenientes de las alturas en sombra. El resto del público no se hizo cómplice de la demostración de humor macabro y los acalló rápidamente.

Nueva espera

Diez minutos después, entró al proscenio otro señor para rectificar:

—Damas y caballeros: el empleado que puso las manos en los controles no se electrocutó, como erróneamente les fue informado. Únicamente sufrió algunas quemaduras y ya lo están atendiendo en la Cruz Roja.

Había pasado mucho tiempo desde que se produjo el apagón y la tolerancia del público había rebasado su nivel, aunque todos permanecíamos en nuestros asientos.


Fiat lux

El maestro Chávez regresó por fin al podio, levantó los brazos e hizo la consabida señal. Ya íbamos a escuchar la sinfonía que el músico, tan amado por unos como vituperado por otros, había compuesto en Acapulco.

Qué grata impresión producía aquella música profundamente mexicana, aunque distante del primer nacionalismo de El fuego nuevo, Los cuatro soles y la Sinfonía India.

Los músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional iban saliendo airosos de la interpretación de la difícil obra; pero minutos después, un murmullo leve, nervioso, volvió a invadir la sala. Los instrumentistas veían furtiva, angustiadamente los focos; el auditorio compartía su intranquilidad: la luz se iba otra vez.

Luz, más luz

Solamente el maestro conservaba la serenidad, aunque es probable que en su mente martillara con obstinación la suplicante frase de Goethe: “Luz, más luz”.

Pero he aquí que la iluminación bajaba de intensidad, parecía extinguirse, volvía, bajaba de nuevo...

 A la mitad de la sinfonía, la situación se tornó desesperada. Los codazos dados a los vecinos de butaca se multiplicaban y crecía la expectación. Los cuchicheos, que se habían iniciado en pianísimo como un rocío primaveral, formaban ya un impetuoso oleaje.

Los músicos casi no podía distinguir entre las negras y las corcheas: tenían las cabezas hundidas en los atriles y hacían esfuerzos por tocar en esas condiciones. Lo único que el público lograba distinguir, al fondo de escenario, era la cabellera plateada del timbalista Carlos Luyando.

A estas alturas, todo el mundo había comprendido que la catástrofe era inevitable.

En un intrincado pasaje –un tutti– dejó de vibrar el débil filamento del último foco y quedamos sumergidos en las tinieblas que deben haber precedido al Génesis.

La situación era embarazosa. Afortunadamente, tras unos instantes de desconcierto, el público alivió la tensión con sus aplausos. Con los ojos de la imaginación podíamos ver al maestro agradeciendo la ovación con sus corteses ademanes.

Otra prolongada espera.

Chávez no acepta la derrota

Con tantos contratiempos, cualquier otro concierto se habría suspendido, pero Carlos Chávez estaba decidido a presentar ante el público mexicano la sinfonía cuyo estreno mundial acababa de realizar en Kentucky.

Una vez que refuncionó la raquítica planta eléctrica del Palacio de Bellas Artes, Chávez se dispuso a reanudar la interpretación en el pasaje donde había sido interrumpido el flujo de la música; pero en ese instante, una persona se dirigió a él en voz alta:

—¡Da capo, maestro, por favor!

El director y compositor vio al intruso con una expresión indescriptible. ¿Disgusto? ¿Incredulidad? ¿Complacencia? Nadie lo supo.

Volvió las hojas de su partitura y los músicos lo imitaron. En un ambiente de desasosiego tuvo, contra todos los pronósticos, una feliz ejecución la Cuarta Sinfonía.

El calor había dado paso al frío de la madrugada. Los maestros del atril, agotados pero estoicos, habían hecho acopio de buena voluntad y profesionalismo.

Dos días después, un erudito crítico comparaba esta interpretación con la clásica ejecución de la Sinfonía Los adioses, de Haydn, en la que cada instrumentista, al terminar su parte, apaga la luz del atril y se retira en silencio hasta que no queda más luz en el proscenio que la del violín concertino.

Ningún comentario periodístico fue tan certero como el que describió el heroico empeño del maestro: “Quien porfía, estrena sinfonía”.


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