Tuesday, September 24, 2019

Antero Chávez

Los ogros también lloran

Visto a la distancia, mi amigo el percusionista Antero Chávez parece un ogro temible: casi dos metros de estatura, más de 160 kilos, barba...

Quien se acerca a él, verá que la apariencia es engañosa. Y si después del concierto acude a felicitarlo por los “solos de platillos”, recibirá un trato tan afectuoso que llevará a muchos de sus seguidores a abrazarlo.

Una admiradora suya comentó que dar un abrazo a Antero es sentirse como lagartija en tronco de árbol.

Su popularidad es tan grande entre los melófilos que un día, al término del programa en la Sala Silvestre Revueltas del Centro Cultural Ollin Yoliztli, se formaron dos grandes filas: una de ellas, para saludar a Carlos Miguel Prieto, quien había dirigido la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México; la otra, para saludar a Antero.

Quince minutos después, el director había despedido al último de sus amigos; pero la fila para ver a Antero no tenía para cuándo terminarse. Entonces Prieto se formó también y, cuando llegó al hombre de los platillos, le dijo: “Maestro, ¿podría hacerme el favor de escribirme un autógrafo en mi partitura?”

En una ocasión descubrí a este músico en medio del público que llenaba la Sala Nezahualcóyotl. La OFUNAM, dirigida por Diemecke, interpretaba la Patética de Chaikovski, sinfonía que concluye en el silencio de la muerte. Me di cuenta entonces de que tenía un pañuelo blanco en la mano: lloraba como un niño.

Variaciones Enigma de Elgar es una de las obras que más le conmueven. En la variación “Nimrod”, aprovecha que no toca, por lo que –no sin cierto esfuerzo– se arrodilla durante todo el pasaje y cualquiera diría que se pone a rezar.

Siempre de buen humor y aficionado a las bromas candorosas, suele llevar dos tarjetas: una amarilla y otra roja, las cuales saca para amonestar o expulsar al impertinente –según el caso– como el más severo de los árbitros de futbol, su deporte favorito, que practicó en su juventud con los Pumas de la UNAM.

Hace muchos años lo vi preguntar a sus colegas si tenían cambio de un billete grande. Cuando le respondieron qué tan grande, sacó del bolsillo una gran sábana, en forma de billete, y estalló en júbilo.

Sus anécdotas suelen ser deliciosas. Mi favorita es ésta: participaba en el ensayo de Los Planetas de Gustav Holst, conducido por Eduardo Mata, cuando llegó a un pasaje en que, supuestamente, debía estallar el bombo con máxima enjundia. Tomó vuelo, pero el estrépito dejó atónito al director, porque en ese momento el percusionista tenía unos compases de silencio.

Cuando al final del ensayo le preguntó uno de sus compañeros qué le había sucedido, respondió: “Vi en mi particella la abreviatura GP, pero en lugar de interpretarla como gran pausa, pensé que se trataba de gran putazo”.

Las peripecias de Antero incluyen situaciones que lo han llegado a sonrojar: “Una vez estaba tan fascinado por la participación solista de Jorge Federico Osorio en la “Danza lejana”, segunda parte de Noches en los jardines de España de Manuel de Falla, que me recargué en el bombo para poder disfrutar mejor. “Al estar a punto de llegar a cierto pasaje, pensé que en él convendría un ligero trémolo en el platillo suspendido. Desperté entonces de mi ensueño: ¡pero si el compositor así lo pedía! Lo peor fue que ya no tuve tiempo de correr a tocarlo, porque estaba lejos de mi instrumento”.

En un concierto de la Orquesta Sinfónica de Minería dio tres platillazos en el compás equivocado durante la interpretación de la Primera Sinfonía, Ensueños invernales, de Chaikovski. Al final acudió muy apenado al camerino de Carlos Miguel Prieto, para ofrecerle una disculpa.“No te preocupes –le respondió el director–, quedan tan bien ahí, que los voy a agregar a la partitura”. Tomó un lápiz y así lo hizo.

En otra ocasión tocaba con la Filarmónica de la Ciudad de México y lo había conmovido tanto la dramática Cuarta Sinfonía de Ralph Vaughan-Williams, que tras la intervención de los platillos en los últimos compases, olvidó que el golpe final lo tiene exclusivamente el bombo. “Estaba tan encarrerado que, sin habérmelo propuesto, acompañé al bombo con un sonoro platillazo. Me dio tanta pena, que salí presuroso al término del concierto para no encontrarme con el director”.

Antero me contó que durante un viaje de la Filarmónica de Berlín a Tokio, donde interpretaría la Séptima Sinfonía de Bruckner, que tiene una sola intervención de los platillos a lo largo de 75 minutos, Herbert von Karajan se dio cuenta de que el jefe de personal no había incluido al percusionista, por lo que pidió que lo llevaran en el primer vuelo. “No me importa que sólo venga a tocar en un compás. No confío en otro percusionista”.


De acuerdo con su peculiar estilo, Karajan dirigía en ese concierto con los ojos cerrados y en profunda concentración. La música llegó por fin al compás de la intervención del platillo. El director dio un brinco en el podio, abrió descomunalmente los ojos y su rostro se contrajo en un rictus de desesperación: los platillos no habían sonado.

No comments:

Post a Comment